viernes 08 de septiembre de 2017
Opinión
Violencia y provocación
Imagen: Pablo Piovano
Por Horacio González
Hay una violencia letal y silenciosa. Ha sido muy estudiada, en la medida en que quienes la estudian –filósofos, teólogos–, logran señalarla en hechos específicos pero inusuales. Quizás en pequeños diálogos de la vida cotidiana o en procedimientos no declarados del Estado. Tenemos en ambos campos, numerosas ejemplificaciones. La señora, madre de una víctima del gravísimo accidente en la Estación Once, yendo al encuentro de la ex presidenta en una misa, para decirle asesina. No entrecomillo la palabra para darle su verdadera dimensión. El lugar era fuertemente conmemorativo, posee un signo de lugar sagrado. La injuria se hace entonces más poderosa. ¿Pero no hay un equívoco aquí? En principio, la única forma de pasar por alto el conjunto de mediaciones que tiene un hecho trágico – indispensables para encontrar razones, causas, responsabilidades, reprobaciones y condenas – es una fulminación mesiánica basada en una idea del Mal. O si queremos decirlo de otra manera, en una violencia divina que, en condiciones de interpretación obtusa, nosotros dirigimos contra lo que nos molesta, lo que no sabríamos explicar de otra manera, o lo que corresponde a nuestras angustias personales que preferimos consumir eligiendo un culpable definitivo, concluyente, bajo una figura política del momento. Si algo define este momento, es que se puede entrar a lugares sagrados. Se gobierna, en verdad, profanando.
Esa madre, también una víctima, y que dice ir a misa por Santiago Maldonado, encuentra en su camino una razón fulmínea para desplazar una culpa no hacia la búsqueda necesaria de eslabones y procedimientos, sino hacia un brecha antropológica. Llamo así al lugar y al momento en donde una sociedad, un conglomerado social aglutinado bajo pánicos incógnitos y miedos inexplorados, acata una forma exterminadora de la infracción, del taciturno pecado. Elabora como argamasa dúctil un sentido común y entonces lo profanan o lo llama a profanar. A Nisman lo mató Cristina, otra forma violentísima de la desfiguración de los hechos, sacándole su rostro enigmático e hiriente, desplazando la verdad a la vista del suicidio por un conjunto de señuelos fabricados por una instancia de provocación que ha ganado a una parte de la sociedad. Eclipsada no por fuerzas desconocidas que la sustraen de sus verdaderos intereses, sino por una eclosión en las pulsiones recónditas y temibles preferencias públicas, que obligan a meditar de otra manera sobre el concepto de interés. El resquicio de lo humano que no sabemos explicar bien no puede derramarse en lágrimas en los confesionarios de la televisión.
Hay que saber ahora que estamos ante la violencia encubierta del Estado, con sus expedientes que llevan en sí mismos una carga de muerte aunque las órdenes explícitas no digan lo que dice el aire enrarecido y estropeado que respiran. Ella se complementa con lo otra clase del Mal que en sus laberintos de barro esconde una máscara reversible. ¿Y qué esconde ésta, en su oscura sabiduría? El llamado a la bondad, a baldeo de la vereda, para que escurran los desperdicios luego de que pasó el anticristo. ¡Vengan los buenos vecinos a limpiar paredes y pavimentos de la Plaza de Mayo! ¡Hemos sido convocados por el Alcalde de Primer Voto para mostrar cómo fregamos los detritus segregados por el demonio! ¿Será soportable la existencia en un país donde constantemente se llama a exhibir una efusión de luz contra el Angel de las tinieblas?
Un aparato fantasmagórico de comunicadores, políticos, jueces, policías, agentes provocadores, propietarios y gerentes de los "latifundios morales de una época", ha plasmado una ideal nocturnal del Crimen. Ese lugar lo pueden ocupar mapuches, kirchneristas, periodistas independientes, sacerdotes, intelectuales, padres y hermanos de desaparecidos, militantes de organismos de derechos humanos, abogados autónomos. La particularidad es que esta maquinaria funciona con más ahínco cuando el crimen es cometido por ellos, de un modo que podemos conceder que no sea deliberado, pero que deben encubrir, disfrazar, arrojarlo al enmarañado reinos de las pistas falsas. Como en todos los casos, son ellos los que a fuerza de acusar a las hechicerías que brotaban de su propia imaginación, quienes suprimen para sí mismos las necesarias mediaciones. El gobierno se torna así gobierno de complotados mientras gritan al resto de la humanidad, como un polichinela de kermesse, ¡háganse cargo! ¡háganse cargo!
El encubrimiento tiene un recurso fundamental que aquí acabamos de escribir: el conocido "agente provocador" ¿Quién es? Podemos imaginar su perfil, porque es muy antiguo, proviene del arcaísmo de las policías y guardianes del Estado en todo el ciclo moderno. Son un desdoblamiento nada simple, por el contrario, muy arduo, del propio aparato represivo. Son los encargados de resolver una tensión que las muchedumbres siempre abrigan. ¿Qué es una multitud que manifiesta su justa indignación? Un manojo de tensiones responsables, exaltaciones contenidas. El agente provocador, por el contrario, es un ser especial que tiene un alma doble. Por un lado, el ser íntimo de la racionalidad policial por la cual produce un hecho que las gentes en reunión no desean producir, porque lo mantienen apenas como indignación latente en su conciencia.
Por otro lado, el agente provocador, en su propia conciencia dividida, lo sabe. Se siente el reverso esquemático del militante, para arruinarlo, actuar por él, enmascararse dentro de la conciencia crítica con la burlona mueca del que sabe encarnarla por el reverso y mandarla al cadalso. Le infiere la violencia que particularmente él tiene, pues es la misteriosa figura que lanza la primera piedra hundida en la violencia no uniformada del estado en las sombras. Descuenta que una mínima respuesta de su improbable otro yo, desencadenará por mínima que sea una respuesta que los uniformes desean ejercer, multiplicándola. La vestimenta del Orden precisa el pretexto sin vestimenta del Desorden Imaginado. Y simultáneamente, produciendo él el desorden originario que está en su propia historia. El origen de todo Estado es su desorden primitivo, es su violencia soterrada, resguardada, hecha ley, pero con su gatillo interno siempre preparado para recordar su caos nativo, su disparate fogoso, su bomba molotov ancestral, su equipamiento de siete kilos en la mochila (¿cómo correr a alguien así?) y su culatazo en las penumbras letales, silenciosas, ajenas a toda ley. Hay ahora, en marcha, una violencia ilegal. Es la que surge del mismo ámbito donde un Intendente, luego del festival de la furia por ellos mismos provocado, llama a las amas de casa a limpiar los canteros de la Plaza.
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