sábado 08 de junio de 2019
Los gobiernos populistas tienen el objetivo de mostrar a su pueblo en muy corto plazo resultados que deberían darse en tiempos mucho más largos. Traen al presente hechos que deben presentarse en el futuro lejano y casi como una consecuencia ineludible de hacer las cosas bien. Las sociedades con elevados niveles de consumo, alto nivel de vida y trabajos mejor remunerados son el resultado de décadas de trabajo, inversión, desarrollo y crecimiento. Ninguna sociedad puede vivir por encima de sus posibilidades y creer que eso no tiene consecuencias: esa es la fantasía populista. Pero como se sabe, nada es gratis.
En la Argentina, el populismo está enquistado hace décadas. Desde Juan Perón y su combate al capital (lo que se comunicaba como la solución a todos los problemas del trabajador), hasta los subsidios a la compra de cero kilómetros anunciada hace sólo horas por el Gobierno actual. En casi ochenta años las mieles populistas nos han deslumbrado con sus sabores hasta convertirnos en adictos. Y para salir de cualquier adicción el primer paso es que el enfermo reconozca su condición. Este reconocimiento es un paso que aún la sociedad argentina no ha logrado dar.
Las sociedades con elevados niveles de consumo, alto nivel de vida y trabajos mejor remunerados son el resultado que han obtenido los países desarrollados luego de décadas de trabajo, inversión, desarrollo y crecimiento.
Solo desde el regreso de la democracia, en 1983, se duplicó la presión fiscal para poder sostener un Estado que se duplicó y un sin fin de ayudas sociales que se multiplicaron por veinte. Desde las inolvidables Cajas PAN alfonsinistas hasta los millones de planes sociales actuales engrosados cruelmente por el gobierno kirchnerista, que los utilizó como arma para lograr diseminar el populismo como una mortal epidemia silenciosa.
El populismo no sólo no es gratis sino que, muy por el contrario, es extremadamente costoso. Desde la estricta sensibilidad social, el populismo ha llevado la pobreza a niveles vergonzosos: uno de cada tres argentinos son pobres y uno de cada dos chicos también lo son. Esos chicos que deberán el día de mañana hacer de ésta una Argentina mejor, chicos que hoy no estamos alimentando ni educando como corresponde.
Desde el plano cultural surgió una profunda grieta. Por un lado están aquellos que creen fervientemente en una "religión estatal": el Estado debe ser el garante de los éxitos de los ciudadanos, quienes exigen lo que ellos mismos no pudieron o no tuvieron ganas de hacer. Por el otro, el resto de la sociedad, que soporta económicamente a los fieles creyentes del Estado (hay que recordar es de que "nada es gratis"). Estos inversores "forzosos" cada vez tienen menos ganas de condenar el fruto de su esfuerzo, regalándoselo a aquellos que sólo tienen fe. Incluso muchos ya no pueden: esa lógica populista de quitarle al privado para darle al resto ha logrado que muchos hayan quedado en el camino.
Luego de la brutal crisis que comenzó en el año 2001 y luego de haber transitado la feroz devaluación (el peso convertible dejó de serlo y pasó rápidamente a perder el 75% de su valor), la pesificación asimétrica y la pobreza que por aquellos años llegó a coquetear con el 57%, todo lo que vendría a partir de allí sería sin más, populismo duro y puro.
El populismo se llevó todo el capital argentino. Las dudas por hacer un país distinto también se consumieron el crédito. Esa forma de hacer las cosas ya no tiene lugar en la Argentina. No queda nada con que pagar la cuenta, y el populismo nunca es gratis
A partir de allí el populismo se llevó consigo el superávit energético (se pasó de USD 6.000 millones de superávit anual en USD 6.500 millones de déficit). El populismo arrasó también con las inversiones energéticas, con el congelamiento de tarifas y con ello un gasto total en subsidios en torno a los 100.000 millones de dólares.
No fue gratis, claro, para las cuentas fiscales: se transformó el superávit fiscal en un déficit que sólo se puede comparar con los que dejaron la crisis del Rodrigazo, la Hiperinflación del '89 o la propia crisis del 2001. Menos aún fue gratis para los que habían intentado apostar al sistema privado de jubilaciones y pensiones (las inolvidables AFJP). Esa expropiación transformó el legítimo ahorro privado en lo que hoy se conoce como el Fondo de Garantía de Sustentabilidad de Anses.
Tampoco tuvo costo cero jubilar a 4 millones de personas sin aportes: han quebrado el Anses y con el a todos los jubilados que aportaron durante años, condenándolos a todos a pagos miserables por el resto de sus vidas.
Otra víctima fue el Banco Central. Luego una década de tener récord en el precio de los commodities y de engrosar las reservas de divisas, un día lo dejaron vacío jugando al cepo cambiario y al cierre de importaciones.
De ninguna manera fue gratis el sentimiento patriótico de tener empresas públicas. Con YPF, el reclamo al Estado es de unos USD 3.000 millones y lo analiza en este momento la Corte Suprema de EEUU (que definirá por estos días si el juicio debe seguir allí). Con la expropiación de Aerolíneas Argentinas se acaba de perder una demanda en el Ciadi por USD 320 millones, y ahora comienzan a llegan los reclamos por la estatización de las AFJP (sólo el primero de ellos es por USD 500 millones de dólares).
Las medidas populistas han sido interminables. Incluso la expropiación en el 2014 de la confitería 'El Molino', en la mítica esquina de la Avenida Rivadavia y Callao, con un costo de $182 millones. El lugar hoy está abandonado y a punto de derrumbarse.
El populismo se llevó todo el capital argentino. Las dudas por hacer un país distinto también se consumieron el crédito. Esa forma de hacer las cosas ya no tiene lugar en la Argentina. No queda nada con que pagar la cuenta, y el populismo nunca es gratis.
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