lunes 1º de abril de 2019
Y llega otro 2 de abril…..
Una guerra es un hecho colectivo que afecta a toda una Nación. No es algo que valga la pena “conmemorar o celebrar”, no tiene nada de glorioso, y si tiene mucho de dolor. Quizás este 2 de abril sea una buena oportunidad para dejar de hablar de logros militares y empezar a hablar seriamente de las consecuencias individuales que traen las guerras en las personas, a las familias, al “tipo de acá al lado” y quizás así, empezar a tratar de evitarlas.
Por CLAUDIO CHAFER
Una guerra es un hecho colectivo que afecta a toda una Nación, y a la que se llega por un interés concreto de un gobierno determinado que busca un rédito o una ganancia específica (comercial, territorial, política, estratégica o del tipo que sea) en un momento y escenario político concreto. Para obtener ese rédito o ganancia el grupo de personas que integran el gobierno necesita del apoyo colectivo, del consentimiento, de la aprobación de la sociedad que se verá involucrada en esa guerra.
Dicho gobierno entonces en pos de obtener ese aval, se encargará de fomentar y aprovechar (otras de veces de crear, instaurar y desarrollar) los miedos, el fanatismo, el odio de la gente común que integra esa sociedad, definiéndoles un “enemigo” o “amenaza” (real o no) contra la que se los instará a encarar una lucha armada. Medios mediante desde luego.
La “gente común” (esa que se levanta todos los días para ir a trabajar, cortar el pasto, ir al supermercado, labrar la tierra, enviar a sus hijos al colegio, etc.) actuando desde esos sentimientos de miedo, odio, fanatismo y movidos desde “lo colectivo”, no analizará ni evaluará a conciencia las consecuencias “individuales” que esa guerra “colectiva” traerá a muchos de los integrantes de esa misma sociedad.
Consecuencias con las que algunos de esos miembros de esa sociedad deberán convivir de por vida.
Esa “gente común” que en su mayoría no se verá afectada en sus sentimientos “individuales” de manera directa por la guerra (por no tener un hijo, un padre, un allegado, que haya participado, muerto, o que arrastre secuelas consecuencias de esa guerra); seguirá con sus vidas y leerá sobre los efectos de la guerra como una estadística (con sus decenas, cientos o miles de muertos “desconocidos”) y sobres los resultados en términos de pérdidas y ganancias según sea analizado el bando de los contrincantes.
Gente que verá esa guerra como “historia”, ajena, lejana en sus afectos y sentimientos, y que se interesará por las acciones de combate, y por los aviones y barcos derribados, y por los ataques y el número de muertos de un bando y del otro, naturalizando la muerte y la destrucción. Y su vida seguirá sin grandes cambios, y se levantará todos los días para ir a trabajar, cortar el pasto, ir al supermercado, labrar la tierra, enviar a sus hijos al colegio, etc.
Pero hay otro grupo “de gente común” en esa misma sociedad que pasada la guerra también se levantará todos los días para trabajar, cortar el pasto, ir al supermercado, labrar la tierra, criar a sus hijos, etc. pero que lo tendrá que hacer con un gusto bastante más amargo, conviviendo con el dolor, con las ausencias, con las heridas concretas “individuales” “tangibles” y “directas” que les dejó la guerra.
Es un grupo más pequeño, más “personalizado”, en el que las consecuencias de la guerra tienen nombre y apellido. Es ese un grupo de “gente común” que convive con las consecuencias palpables, concretas de la guerra.
Guerra a la que recuerdan como una tragedia, como un hecho desgraciado y fatal.
Es ese grupo de “gente común” al que la guerra les arrancó de un plumazo un ser querido, dejándoles un vacío que jamás será compensado o llenado, convive con vínculos destrozados, con afectos perdidos para siempre.
Con ausencias, angustias, dolores y heridas que sangrarán de por vida.
Es ese grupo de “gente común” que deberá convivir desde la época de la guerra con un hueco en la mesa familiar, con habitaciones devenidas en templos, con alguna foto de un pibe vestido de colimba como último recuerdo de ese ser querido que ya no está.
Ese grupo de gente no tiene nada que celebrar. Ese grupo de gente merece de parte del resto de la sociedad, todo el respeto, todo el apoyo y todo el acompañamiento en su dolor.
Ese grupo merece que aunque sea una vez - una sola vez - el resto de la sociedad haga el esfuerzo de ponerse por unos minutos - solo por unos minutos - en el lugar de ellos y desde ahí trate de comprender ¿de qué forma un acto en un cuartel militar, una medalla, un cuadro, un banderín, un desfile, un discurso vacío, una bandera, el inútil título de “héroe”, el ponerle el nombre de aquel ser querido ahora ausente a una calle, …. podría compensar el dolor, la ausencia, el vacío de ese hijo, ese padre, ese afecto que ya no está?
Quizás este 2 de abril sea una buena oportunidad para hacerlo, aunque sea por un rato, y dejar de hablar de logros militares para empezar a hablar seriamente de las consecuencias individuales que traen las guerras en las personas, a las familias, al “tipo de acá al lado” y quizás así, empezar a tratar de evitarlas.
Una guerra no es algo que crea valga la pena “conmemorar o celebrar”, no tiene nada de glorioso, y si tiene mucho de dolor.
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