miércoles 22 de agosto de 2018
La reducción de daños es posible
Los medios hegemónicos insisten en construir sus estereotipos de “maldad absoluta” alrededor de quienes consumen drogas, en particular la cocaína fumable. Un grupo de profesionales de la Casa Miguel Bru en la ciudad de Buenos Aires insiste en contener e incluir a personas en situación de calle, que entre otras tantas cosas, utilizan sustancias. El abordaje médico vs. el abordaje criminal. Ser un doble excluido -consumidor y marginal - en primera persona.
Por EMILIO RUCHANSKY
Sebastián recorre el baño de la asociación Miguel Bru en la Ciudad de la Furia, mira los horarios de duchas comunitarias y ve al final de la fila de lavabos dos envases familiares de shampoo, arriba del botiquín. Le parece raro que el baño sea unisex. Un conocido le recomendó que pasara, ahora que se le complica cada vez más seguir en el parador donde duerme y podría quedar en la calle. “¿Acá no se puede curtir?”, pregunta a un coordinador de La Bru. “No. Pero tampoco te echamos si venís puesto. La idea es hacértela menos difícil cuando necesites bajar”, le responde. Entre muchas actividades, allí se contiene a personas doblemente excluidas: por vivir en la calle y consumir drogas ilegales. La ducha comunitaria abre los lunes de 10 a 14, suele ser el momento más álgido después de una “gira”.
“Nací en Neuquén, ahí aprendí a trabajar el cuero y la madera. Viajé por casi todo el país entre 2001 y 2008 vendiendo artesanías. Me acuerdo que cuando veía por la tele que en capital fumaban paco, pensaba ‘mirá como quedan, son zombis, se están matando estos porteños’”, recuerda. Él consumía porro y clorhidrato de cocaína, cuando le daban los números. Un día, dice, dos artesanos le robaron todo en un hostel del barrio porteño de San Telmo y terminó durmiendo cerca de Callao y Santa Fe, en la plazoleta frente al Palacio Pizzurno. Ahí probó crack por primera vez.
Resulta que un amigo uruguayo con el que había ido a comprar marihuana a la villa 20, le manoteó unas cuantas bolsitas de paco al dealer. “Que sea esta noche nomás, sino vas a terminar laburando para esto”, le dijo su amigo. “Mal que mal andaba con una mina que vivía en un departamento en Congreso. Yo hacía artesanías, pero por ella robaba, para no estar desplazado”, dice. En 2009, lo detuvieron por robo agravado por uso de arma de guerra y recibió una condena de cuatro años y medio: “Tenía un 38 viejo, sin balas. Lo descarté antes de que me agarraran, pero me lo enchufaron igual”.
“En la cárcel de Devoto consumí más que en la calle. Conseguíamos cocaína y la cocinábamos con bicarbonato para fumarla. Como nadie me reclamaba y no tenía domicilio fijo cumplí la condena completa. Terminé la secundaria adentro y me anoté en la facultad de Sociología cuando salí”, dice. Le faltan dos materias para terminar el ciclo básico común. Desde hace varios años intenta arreglarse los pocos dientes que le quedaron, entre las piñas que recibió y los años de marginación.
Ya pasó por varios paradores del Ejército de Salvación y Cáritas. Y también volvió a la plaza del Pizzurno. Desde que encaró el estudio ya no fuma tanto crack. Asegura que ha recibido buenos consejos del sociólogo Alberto Calabrese, ex director de Salud Mental y Adicciones del ministerio de Salud nacional. Se atiende en el Hospital en Red Laura Bonaparte. Sueña con volver a Neuquén y ver a su madre. “Desde 2010 que no sé nada de ella, me gustaría estar mejor de aspecto y de guita antes de ir. No me gustaría manguearle pero no tengo ni una bicicleta”, dice.
Para Sebastián, bañarse y poder cambiarse de ropa son cuestiones valiosas, que aprendió con los años: “Te sirve para sentirte mejor con vos mismo, después de pasar dos o tres semanas mugriento”. Este tipo de servicios básicos son parte de la reducción de riesgos y daños, avalada por la ley de Salud Mental y poco aplicada en Argentina. La estrategia es simple, mejorar la salud de alguien que consume drogas, más allá de quiera o no abstenerse de usarlas. Adaptar el dispositivo a las necesidades de la persona, no a la inversa.
La Bru tiene su sede central en La Plata y en 2006 consiguió esta vieja casa como parte de un comodato de la Dirección General de Bienes e Inmuebles de la Ciudad. El comodato vence el próximo año y están buscando que se extienda. La casa fue declarada en 2016 de Interés para la Promoción y Defensa de los Derechos Humanos por la Legislatura porteña.
Luquitas
“Eh, pero yo tengo códigos, no me digas eso”, dicen muchos pibes sacando pecho, cuando el anfitrión, Lucas Mac Guire, les indica una de las pocas reglas: “No te llevés nada”. “Sí, sí, sí, todos tenemos códigos pero también somos mamíferos”, dice ‘Luquitas’, uno de los encargados de la casa Miguel Bru. Es el único motivo de expulsión. “La otra regla es mantener la limpieza, que cuando terminés de bañarte, agarrés la fregona y dejés la ducha como la encontraste”. Cuando abunda la concurrencia y se trata de personas desconocidas, arma una fila en la vereda y las hace pasar de una.
Luquitas tiene una sonrisa ancha, la mirada afectuosa y el carácter afable. Pero intuye rápido el desmadre. “No me querés conocer enojado”, asegura. Cada visitante recibe una toalla limpia, jabón, shampoo y de regalo el preciado cepillo de dientes. “Cagar, bañarse y comer”, dice, suele ser la rutina de quienes consumen drogas ilegales y están en situación de calle. “Hay ropa. Alguna remera o pantalón o campera se consiguen. Sino lavan la ropa a mano, tenemos bachas con fregadero”, agrega.
En general, los vecinos y vecinas de La Colonia le vienen dando la espalda a esta casa que, como el resto, cumplió cien años en 2014. Originalmente era un barrio municipal. Ocupa poco más de una manzana, cortada con calles y veredas angostas y dos plazoletas arboladas, detrás del hospital Penna, en Parque Patricios. Es una zona residencial. Cada tanto, dice Mac Guire, pasa un viejo vinagre por el frente, ve gente en la puerta y masculla: “Piqueteros”, “cartoneros”. Están pintando el comedor surcado por una rajadura, “la grieta”, dice Luquitas. Todavía no tienen plata para arreglarla.
En un andamio prestado, un muchacho brasileño que vino interesado en aprender a tocar la guitarra pasa el rodillo. Lo ayuda otro, que está cumpliendo probation en La Bru. Del andamio cuelga un banner con una gigantografía del rostro joven de Miguel Bru: “Desaparecido por personal de la Comisaría 9ª. La Plata, 17 de agosto de 1993”. En estos días, se cumplirán 25 años de aquel hecho.
En el lugar se hacen distintas actividades de inclusión social y laboral. En la entrada, hay un pequeño cuarto con una camilla, donde funciona una cooperativa de estética: peluquería, depilación y manicura. “Lo manejan un grupo de mujeres, que volantean por el barrio para atraer clientas”, comenta Luquitas. Detrás de este cuarto, hay otro más grande con una biblioteca y una sala de computación. Es territorio de Jorge, un señor mayor, que va cada mediodía de zapatos, pantalón de vestir y sobretodo gris. Vive en el parador de Cáritas, donde “solo se acepta a personas sobrias”, aclara él mismo.
En el comedor confluyen la cocina, equipada con máquinas industriales (batidora, amasadora y pastalinda), una sala de ensayo, un aula y el bendito baño. Una escalera dirige a una habitación con equipos de grabación y más arriba la terraza. La sala de ensayo convoca los sábados a un ensamble con chicos y chicas de 4 a 16 años. Ahí convive el barrio. Van hijos e hijas de mujeres en situación de pasillo, dice el anfitrión, que ranchean donde pueden para fumar cocaína.
“Todo tiene un período, la gente pasa y hay recambios. A veces viajan o nos pasa que nos enteramos, mucho después, que estuvieron internados. Como uno que tuvo tuberculosis. Si notamos que están mal, los derivamos al Cesac de la calle 24 de noviembre”, dice. Siempre apuestan al cooperativismo y a la formación en oficios. Por eso, en el espacio de aula un profesor pagado por el gobierno porteño enseña instalación eléctrica. Los aportes, escasos, vienen del pago de multas y de donaciones privadas.
La Bru
En el comedor, sentados alrededor de un calentador vertical de cuarzo y un radiador horizontal, dos músicos callejeros, Alejandro y Daniel, debaten con dos psicólogas sociales, María Sucarrat y María Spalvieri, la operatividad de la casa Bru para un emprendimiento de fin de semana que involucra la cocina. Los escuchan Luquitas, Ricardo Giménez y Lucas Zeiko del Club del Software Libre de Barracas. Un morrudo muchacho venezolano de la villa Zabaleta aguarda para consultar sobre otra iniciativa culinaria. En el bolsillo de su campera azul asoma una banana.
La idea de los músicos es hacer panes rellenos, churros, bolas de frailes y venderlos. “En principio en los parques, porque es donde ellos andan y conocen gente de la zona”, dice el anfitrión. Alejandro agrega: “Sería a pedido también, dejando el 50 por ciento de seña”. Luego hablan de coordinar con la cooperativa Yo no fui. Alejandro pide amasar los sábados, pero Sucarrat observa que hay mucha circulación por el ensamble musical. “En verdad sería mejor el viernes, la masa descansa mejor en la heladera, se estresa cuando la amasás”, dice el músico.
Y entonces sí, puede andar. La cocina tiene dos hornos. El venezolano insiste en que lo necesitaría todos los días a las tres de la mañana para su proyecto de hacer pizzas. El invertiría en mercadería, podría vender en los kioscos de la villa. “Si pongo cinco mil pesos en harina, no pago el alquiler”, aclara. No le cierra sumarse al plan de los músicos y otros jóvenes en situación de calle. Tampoco cierran los horarios. Dice que es chef internacional y aviador. Quiere hablar de la supuesta persecución política que sufrió en su país. Más adelante, el horno no está para bollos.
Llueve constantemente. El comedor tiene varias cartulinas con fotos. Hay unas en blanco y negro con gente y lugares en la Isla Maciel, un proyecto fotográfico y periodístico que hacía la asociación Miguel Bru en una sede que tuvieron en ese barrio. El lugar cerró pero el proyecto siguió a cargo del padre Paco y la escuela 6.
Los músicos suelen andar por la tarde en la sala de ensayo, Alejandro en la batería, Daniel en la guitarra. Están vinculados a la Iglesia del Obelisco y su hogar en el centro porteño. “El 95 por ciento son consumidores, cenan, a veces van al hogar que queda muy cerca a dormir. Somos cristianos, aceptamos gente que va con consumo activo. A todos: del whisky al alcohol puro con jugo Tang”. Cada tanto suman a alguno a la sala de ensayo en La Bru. “Tocamos en la iglesia también, a veces te pegás un viaje alabando a Dios”, dice Alejandro.
Él se define como consumidor activo. “Alcohol, porro, coca”. En la iglesia intenta escuchar a los más jóvenes. “Si quieren cambiar y dejar de consumir el problema es nuestro, si quieren seguir el problema es de ellos”, dice. Los ve llegar cansados de andar “fantasmeando por el centro, como dicen ellos”; no le sorprende pero le apena que cada tanto vayan a comprar ‘paco’ y les roben: “A veces hacen una vaquita pero en el camino lo hacen pollo al que está regalado, si se queda en la calle”.
El porro fue su puerta de salida; se lo sugirió su psicóloga, dice. “No puedo bajar con las pastillas de clona(zepam), me las tomó todas”. Asegura que ve entre la gente en situación de calle que consume drogas ilegales que el clorhidrato resulta más común entre los más adultos y la cocaína fumable en los pibes. “Esos pibes que se desesperan”. Dice que su padre era alcohólico y él insulinodependiente. El venezolano escucha sin acotar, mientras se arma un cigarrillo del tamaño de un dedo.
Ricardo Giménez, el informático, cierra la reunión contando cómo un accidente doméstico, una compu con la pantalla oscura, lo hizo recurrir a varios “especialistas” hasta que descubrió que tenía el brillo bajo. Empezó con cursos de hardware y luego de software. Viene a dar una mano en lo que se precise. Al rato se queda hablando de bueyes perdidos con el bibliotecario, que sabe de programas para catalogar libros. Luquitas relojea a unos chicos nuevos. Rara vez te da la espalda.
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