miércoles 22 de noviembre de 2017
Nueva derecha y autoritarismo social
Un estudio de Ezequiel Ipar y Gisela Catanzaro muestra que existe una estructura de posiciones ideológicas que mantiene un rechazo masivo e intenso frente a diferentes grupos sociales: los pobres, los que reciben asistencia del Estado, los inmigrantes, las trans. Sobre ese sedimento de prejuicios pueden leerse rasgos típicos de un autoritarismo social que permiten redefinir lo que hoy llamamos “polarización política”.
Por EZEQUIEL IPAR & GISELA CATANZARO
Cuando analizamos la división política entre los grupos de edad encontramos en realidad una división entre lógicas culturales antagónicas, que interpretan de un modo contradictorio los derechos subjetivos, la forma en la que se constituyen las identidades sociales y la forma en que se reflexiona sobre la memoria colectiva. Para poner sólo un ejemplo: los jóvenes viven con más naturalidad la diversidad de las orientaciones sexuales, son menos concesivos con las prácticas machistas y no toleran las formas de autoridad que pudieron haber resultado normales para generaciones formadas en dictaduras. Por otro lado, en la división de clase se expresa, evidentemente, la lucha de intereses y la puja redistributiva, pero también se ponen en juego distintas concepciones sobre la cuestión más amplia de la actualidad o inactualidad de la justicia social.
En nuestra coyuntura particular esto implica, de un modo muy concreto, un sistema de preferencias escindido, en el cual algunas posiciones de clases eligen la incertidumbre y el daño del neoliberalismo, mientras otras prefieren las contradicciones del Estado regulador. Pero ¿qué sucede con el sesgo ideológico, que en general es el más descuidado? ¿Muestran algo los posicionamientos políticos en la Argentina reciente respecto de cuestiones muy discutidas pero poco analizadas como el autoritarismo, la xenofobia, la lgtbfobia y la estigmatización de los pobres?
Este tipo de estudios permiten complejizar los presupuestos de algunos análisis políticos, poniendo en cuestión ciertos espejismos de la publicidad política y las distorsiones de los análisis que descansan inocentemente en la visión que los políticos ofrecen sobre sí mismos y su campo de intervención. Como se sabe, en el “marketing político” no sólo se refleja la imagen ideal que los partidos políticos pretenden proyectar sobre sí mismos (sus metas declaradas, sus programas, sus estilos, su “modernidad”, sus principios), sino también la imagen en la que desean que sus votantes se vean imaginariamente reflejados (clase media, autónomos, emprendedores, exitosos, “abiertos al diálogo”, tolerantes), para regocijo y satisfacción de sus propios deseos de reconocimiento. De este modo, sólo si atravesamos algunas de las fantasías que surgen en este circuito de idealizaciones del que participan políticos, publicistas y periodistas, podemos acercarnos al sesgo ideológico de nuestra cultura política contemporánea.
Los enunciados frente a los cuales los entrevistados mostraron una división política más significativa son indicadores típicos del autoritarismo social (“para evitar el crecimiento de las villas miseria el Estado debería impedir por la fuerza que se produzcan nuevos asentamientos”) y de la estigmatización de los pobres en las sociedades capitalistas contemporáneas (“el Estado no debería entregar planes de asistencia a los sectores de menores recursos porque se fomenta la vagancia”). Entre los simpatizantes de Mauricio Macri, un 51,7% estaba de acuerdo (o muy de acuerdo) con el contenido punitivo del primer enunciado y un 62,9% estaba de acuerdo (o muy de acuerdo) con la estigmatización implicada en el segundo enunciado, que suponía también una justificación de la posible reducción de programas de asistencia. En el caso de los simpatizantes de Cristina Kirchner esta situación se invertía, ya que sólo un 27,6% estaban de acuerdo (o muy de acuerdo) con el primer enunciado y un 31,9% se posicionaba de la misma manera frente al segundo.
Inclusive una lectura esquemática de la tendencia que estamos describiendo puede servir para explicar algunos intentos recientes – en apariencia absurdos o innecesarios – de construir legitimidad política a partir de “gestos autoritarios”: micro-persecuciones a vendedores ambulantes, estigmatización de migrantes, forzamientos en el poder judicial o los casos más graves de detenciones arbitrarias por parte de las fuerzas de seguridad.
Funcionando como un pliegue interno de lo que ofrecen sus publicidades, una parte importante de las adhesiones políticas que ya recibían en el año 2013 las políticas de Macri giraban en torno a un perfil ideológico muy conservador, que lograba incorporar también por esa vía inclusive a quienes no evaluaban favorablemente su gestión de gobierno. Por este camino se tejió una alianza extraña, a través de la cual un partido neoliberal comienza a legitimarse politizando masivamente prejuicios sociales contra la inmigración, las diferencias culturales y los beneficiarios del Estado de Bienestar, extendiendo de este modo al plano político la conciencia punitiva y la fe en el castigo que son rasgos típicos del autoritarismo social.
La interpretación de dicho proyecto en todas sus implicancias reclama, sin duda, el estudio de nuevas torsiones en el campo político. Sin embargo, tenemos que analizar estas transformaciones sin perder de vista esa dimensión social más densa y amasada en la larga duración a la que nos hemos referido recuperando el concepto de autoritarismo social. Su consideración apunta a que no quede incomprendida la complejidad de lo social, pero también a evitar que la política resulte reductible a un problema de grandes personajes, cuyas alquimias pueden ser serena, profesional y ecuánimemente evaluadas al interior del análisis del discurso de los políticos.
De este modo, la atención a la productividad de las interpelaciones políticas no está condenada a resignarse a la reproducción de semejante formalismo interesado. El legítimo impulso a comprender cómo es que el nuevo neoliberalismo – lejos de limitarse a una pura “racionalidad” sistémica – hace política, requiere de un realismo complejo, dispuesto a asumir las continuidades en la discontinuidad, así como las contradicciones planteadas por un – no tan nuevo – liberalismo autoritario. Requiere, en síntesis, de una perspectiva crítica que se vuelva capaz de pensar y conceptualizar los modos en que hoy se combinan las promesas pragmáticas de felicidad ilimitada con reinterpretaciones de un autoritarismo social más o menos inconsciente.
[i] Para realizar estos estudios se utilizan por lo general distintas escalas actitudinales que permiten medir esas disposiciones ideológicas subjetivas. En nuestro caso, utilizamos como inspiración y orientación metodológica un trabajo clásico publicado por Theodor Adorno en 1950: La personalidad autoritaria.
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