Mi último recuerdo de Ernesto padre es el de un hombre simple, suburbano, amable. La escena de esa memoria data de principios de 1987, a pocos meses de su muerte. Tratábamos de instalarnos en el vehículo del "MinRex" (ministerio de relaciones exteriores de Cuba): el chofer observaba, contento de ver que su pasajero era el padre del Che. Con Ernesto venía su mujer, Ana María, y los dos pequeños hijos de ese segundo matrimonio. Estaba mi mujer Micaela, y yo. ¿Cómo entramos los siete? No sé, es un atasco en la memoria, uno de esos pantallazos, que duran un segundo. Permanecían en la mente las reuniones en Buenos Aires, sus desplantes, sus arranques, sus añoranzas, sus miedos ("¡No tengo ningún miedo!").Cada oración, aunque no tuviera relación con el momento, de alguna forma traía a cuento el recuerdo de su hijo, la memoria de Ernesto "Che" Guevara, para él y el mundo un guerrero, pero también el hijo mayor de Ernesto viejo.
Las mujeres se fueron a la playa con los niños. Con Ernesto íbamos a charlar largo acerca de esos recuerdos y luego me iría al Habana Libre, el ex Hilton de Fulgencio Batista. Ahí recibía Fidel Castro al presidente de Austria o algo así. Todos podríamos saludar a Fidel Castro esa tarde.
Me encontraba en La Habana para convencer a Ernesto Guevara que me permitiera hacer traducir partes de Mi hijo el Che, una especie de biografía y a la vez réplica a la crónica de viaje de Ricardo Rojo, Mi amigo el Che, que publicó Jorge Álvarez. El precio acordado era de tres mil libras esterlinas y yo encargaba la traducción en Londres. Aclaro que la amistad, este encuentro, tenía su contacto real con Celia, hermana mayor del Che, madrina de mi hija mayor. Mi mujer estableció una linda relación con la familia.
En Londres, al solicitar una visa para viajar a Cuba el encargado me informó que sabía que yo era parte de la inteligencia británica, el MI6, dado que dirigía una revista que publicaba escritores censurados. Era el mismo funcionario que cada mes me solicitaba apoyo de redacción en la confección de su informe general a La Habana. Luego… miembros de la inteligencia londinense me informaron que les resultaba cuestionable que me llevara tan bien con el secretario de embajada que representaba al espionaje cubano. Llegaron a pinchar el teléfono de la revista. Para superar mi indignación alguien me envió a una muchacha joven con un nombre que sólo podía ser seudónimo y que ni ella recordaba muy bien. Me invitó a almorzar. Venía del MI6, oficina de inteligencia externa, era parte de su entrenamiento en servicio exterior. No me convidaba oficialmente, aclaró en el restaurante del Grosvenor Hotel, en la estación Victoria. El encuentro era una cortesía para asegurarme que no me molestarían más. "Ya que estamos", me dijo, "como usted es un hombre mayor (tenía 43 años) quizás me pueda asesorar". Quería saber cómo frenar los avances de una de sus compañeras de coro que estaba tratando de seducir a su novio. Le sugerí que encarara al muchacho. Dijo que eso no le agradaba y que no era muy diestra, por eso me solicitaba ayuda. Ah, vida cruel. Sugerí que le mandara flores y una bella carta al novio en fuga.
Viajé a Cuba en 1987, para conversar con Ernesto Guevara. Micaela, mi mujer, informaba a quien escuchara que me decían que yo era un espía inglés, "Qué horror que piensen eso ¿no?" Lo decía para espantar fantasmas. Unos años después, traté de relatar esto en un artículo para una antología de británicos venidos del exterior residentes en Londres. Al aparecer el libro, mi artículo no estaba con las crónicas pero se hallaba bajo "Ficción". Reclamé diciendo que la pieza era un testimonio auténtico de mi vida. La simpática editora me respondió que había puesto mi texto en Ficción porque "Esas cosas no ocurren en Inglaterra. Puede ser que sucedan en South America, pero acá, no." (So Very English/Tan inglés, Serpent's Tail, Londres 1991.)
Ernesto Rafael Guevara Lynch (1900-1987) vivía en Miramar, suburbio de La Habana. Ocupaba un gran chalet que quizás había pertenecido a alguno que emigró a Miami. Nos instalamos en un patio generoso a la sombra de un inmenso árbol de mango. En el patio dormían dos perros. Cada tanto caía un mango al piso y estallaba con fuerza, despertando el grito de uno de los perros. Pero el animal volvía a dormir al mismo lugar. Charlamos, mucho, desconectado, desbordado. Guevara revisaba toda su vida, desde la adolescencia en el Colegio Manuel Belgrano de Santa Fé y Anchorena compartiendo el banco con Jorge Luis Borges, hasta la juventud médica de su hijo en Venezuela, Guatemala y Sierra Maestra. No se repetía en sus anécdotas, pero enfatizaba la importancia del Che en todo lo que había ocurrido en su vida. No se si era amor, pero abundaba en admiración: el orgullo paterno.
Esa fue mi segunda entrevista con Ernesto viejo, desordenada, a veces incomprensible, graciosa. El hombre era vivaz, grosero en sus epítetos para clasificar personas y pasados. Porteño a pesar de sus andanzas. Divertía, era divertido.
La primera entrevista había sido en Buenos Aires en el invierno de 1972, encerrados en uno de esos departamentos porteños de contrafrente, dos ambientes, oscuros, feos. Sentados aquella vez sobre la cama que Ernesto viejo ya compartía con Ana María, él quería responder por escrito a una docena de preguntas escritas. Las respuestas salieron más duras que decreto municipal. "Esto lo tenemos que hacer bien, en serio," decía. Cada respuesta era una especie de elevación de su hijo. Su hijo murió a los 39. Ernesto viejo llegó a los 87. Son datos que pesan en cualquier padre. No publiqué ninguna de las dos entrevistas.
Ernesto viejo había querido hacer muchas cosas en su vida. Según él, apenas logró terminar la secundaria, cursó arquitectura pero no terminó, estudió algo de ingeniería, luego trató de entender temas de petróleo. Desde los comienzos del Che en Rosario, pasando por la plantación de yerba mate en Misiones, la residencia en Córdoba, Ernesto viejo encaró muchos proyectos y fracasó en casi todos. Sus historias personales no eran lineales, siempre tenían variantes en las personalidades y en las acciones. Quiero pensar que por eso insistía en que "tengo que hacerla bien", la entrevista. Matizaba las memorias de su hijo histórico, revolucionario, tema constante en su monólogo, con sus historias personales.
Uno de estos pasajes era de cuando fue a hacerse un traje a medida en una sastrería del centro de Buenos Aires luego del triunfo de la Revolución Cubana. Le dijo al sastre que tenía que quedar bien justo, elegante, cajetilla, pero lo suficientemente suelto como para que no lo trabe la ropa si se metía en una pelea. Tenía que poder defenderse y a su hijo en una emergencia. Ilustraba esta posibilidad tirando puñetazos al aire hasta el alcance del brazo, demasiado cerca de la cara del sastre. Cada vez que tiraba una trompada escuchaba como se rajaba el cosido de un sobaco o del cosido de la espalda. Guevara daba así clara indicación que su ropa necesitaba triple cosido para resistir semejantes piruetas. Cuando ya no podía reclamar más ni la casa estaba dispuesta a contemplar mayores cambios o reparaciones, Guevara se retiró del comercio donde se había atendido durante años vestido en ropa de cajetilla, poco, podía asociarse más con una serie de bolsas Príncipe de Gales.
A un anglo parlante como yo, Guevara padre le gustaba contar la historia de una abuela que había sido llevada de niña a California en una aventura de búsqueda de oro. Era la parte Lynch de la familia Guevara, una dosis exótica irlandesa en la familia. Los detalles no abundaban, si bien los pedí varias veces por interés personal, pero solo se sabía que la abuela Lynch había sido residente californiana durante la "fiebre del oro", entre 1848 y 1855. La fiebre se enfrió. La posibilidad de enriquecerse se hacía más difícil a medida que aumentaba el número de buscadores del metal. El fracaso de la aventura había hecho volver esa parte de la familia a la Argentina.
Su catálogo de bravos antepasados, hombres y mujeres, servía a Guevara viejo para ilustrar en forma generosa la vida azarosa que había elegido su hijo: herencia de familia. Insistió una y otra vez que su hijo no era un mito, era un hijo. Él era el padre orgulloso.
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