domingo 13 de mayo de 2018
Argentina al rescate del FMI
Por Claudio Scaletta
Para la mayoría de los comunes mortales con algunos años, digamos en edad madura, la memoria es una materia frágil. Al remontarse décadas al pasado, por ejemplo, se vuelve difícil recordar si un acontecimiento ocurrió en un año determinado o en el inmediatamente anterior o posterior. No pasa lo mismo, en cambio, con los hechos traumáticos, que suelen tener un peso distinto y más vívido en los recuerdos. Sin embargo, los traumas también pueden representar excepciones. A veces, cuando el pasado es muy doloroso, la psiquis se autodefiende y encapsula los recuerdos más hostiles. Necesita olvidar para sobrevivir. Todas estas cuestiones las conocen mejor los psicólogos que los economistas y, por supuesto, no existen leyes científicas que homologuen las experiencias individuales de la psiquis con los comportamientos de las sociedades.
Lo dicho es apenas un marco de referencia, porque en 2001 y 2002 la sociedad argentina vivió un profundo trauma del que, para protegerse, parece querer olvidar. El trauma ocurrió después de una larga recesión iniciada a partir de 1998, el año pico de actividad de la década de los '90, cuando luego de mantener empecinadamente una paridad cambiaria sostenida con entrada de capitales, eclosionó una crisis de deuda, con cesación de pagos (default). El resultado fue una devaluación que inicialmente alcanzó el 75 por ciento, con el dólar multiplicando por cuatro su valor, y que dio lugar a una profundización de la recesión. En 2002 los números de los principales indicadores sociales fueron pavorosos: la desocupación llegó al 21,5 por ciento, la pobreza al 57,5 y la indigencia al 27,5 por ciento. Con la nueva canasta del Indec macrista, estos últimos valores serían todavía peores, con la pobreza arriba del 70 por ciento. Inmediatamente antes, a fines de 2001, el gobierno de la Alianza radical frepasista se fue entre saqueos y dejando una represión con más de 40 muertos.
Se trató de un conjunto de verdaderos traumas que, ya en 2015, la sociedad intentó olvidar en aras de la "revolución de la alegría". Con el resultado electoral la frivolidad se volvió en instrumento de y un nuevo presidente ensayó pasos de baile robóticos en el balcón de la Casa Rosada. Imposible imaginar una estrategia más acabada para despolitizar y "desimbolizar" el balcón de la casa de gobierno y hasta la mismísima Plaza de Mayo, por entonces apenas ocupada.
Para la psiquis acotar la memoria del trauma puede ser hasta sano. No sucede lo mismo con olvidar las causas que llevaron al hecho traumático. Una porción mayoritaria de la sociedad sigue intentando olvidar que en los años '90 Argentina ocupó en el mundo el lugar de alumno ejemplar del FMI, que aplicó a rajatabla las políticas del llamado Consenso de Washington, sintetizadas en la tríada "apertura, desregulación y privatizaciones" y que su presidente fue paseado por los foros internacionales como un gran estadista latinoamericano. En el camino se privatizaron las empresas de servicios públicos, los recursos naturales como el petróleo y hasta buena parte del sistema previsional a través del ominoso régimen de las AFJP, entidades que mes a mes filtraban bajo el formato de comisiones alrededor de un tercio de los aportes previsionales, una verdadera patente de corso para los bancos propietarios de las administradoras. Luego, cuando los ingresos por las privatizaciones dejaron de alcanzar, se apeló a la profundización del financiamiento externo. Como siempre ocurre con los procesos de endeudamiento que no crean las condiciones para el repago, la apariencia de bonanza ficticia sólo dura por un tiempo. El fin abrupto ocurre cuando los acreedores privados advierten que el país no puede generar los dólares para el repago. Aunque es probable, también, que siempre lo hayan sabido. El capital financiero es experto en aprovechar las ganancias de corto plazo, que se materializan a través de la conocida relación entre altas tasas de interés en moneda local y dólar anclado, un diferencial en divisas que, cuando llega el momento, se fuga dejando a los países la contrapartida de la deuda en moneda dura.
Es en este proceso de salida de capitales cuando le toda jugar su rol el FMI. Su tarea es esencialmente crear las condiciones que aseguren el escape de los capitales financieros y sostener, mientras las sociedades aguanten, procesos de ajuste que posibiliten la continuidad de los flujos de pagos del creciente endeudamiento externo. Pero en 2001 y luego de haber alabado durante una década las políticas económicas tanto del menemismo como de la primera Alianza, el Fondo comenzó a hablar del "riesgo moral" (moral hazard) que entrañaba aportar recursos financieros para cubrir la salida de los acreedores. Era inmoral, decían, que los privados presten a los países a altísimas tasas de interés sin asumir el riesgo implícito en estas tasas. El razonamiento de base era impecable, pero, como lo grafican acabadamente las experiencias de los fondos buitre apoyadas por el establishment financiero global, no se convirtió en doctrina. Sí sirvió, en cambio, para soltarle la mano a la Argentina luego de los fallidos blindaje y megacanje, con las traumáticas consecuencias de las crisis cambiaria y bancaria.
Para el Fondo Monetario, los profundos descalabros provocados en las economías que siguieron sus recomendaciones de política, sus "planes de estabilización", no fueron gratuitos. Inicialmente el precio se pagó en términos de prestigio, un dato irrelevante para un organismo que, finalmente, no es más que un instrumento de las potencias para promover que los países periféricos adopten determinadas políticas. Pero luego, el precio fue también económico, especialmente cuando estados como Argentina y Brasil pagaron sus acreencias en efectivo y redujeron su cartera de clientes y espacio de influencia. Fue legendaria, por ejemplo, la venta del Fondo de sus reservas de oro para pagar los salarios de su staff. Así, la primera década del siglo fue para el FMI un tiempo de cuarteles de invierno en la que sólo se le recordaban sus fracasos. Siguió operando en países con escaso peso internacional y recién reapareció fuerte, ya en la segunda década, en el caso griego, integrando junto al Banco Central Europeo y la Comisión Europea, la temible "troika" que hundió en una profunda recesión a la economía helena.
Hoy resulta nuevamente sintomático que una economía que fue presentada durante los últimos dos años como un ejemplo de las políticas "amistosas con los mercados", dato que permitió desatar una verdadera fiesta de endeudamiento externo, vuelva a caer en las fauces del FMI. Incluso sin que casi nadie lo haya previsto. Si se siguen las declaraciones de los principales responsables, ni el mismo organismo financiero imaginaba hace apenas dos meses, el 15 de marzo, la situación de crisis en la que entró Argentina. En la Universidad Torcuato di Tella, el nuevo antro predilecto de la ortodoxia local, la directora gerente del FMI, Christine Lagarde, sentada junto al ministro de Hacienda, Nicolás Dujovne, sostuvo taxativamente que no estaba en el país para negociar ningún tipo de programa ni de préstamo, no sólo porque Argentina no lo había pedido, sino, atención, "porque no lo necesita". Acto seguido agregó que el llamado gradualismo no era tal, sino que atacaba "decidida, pero sosteniblemente", los problemas de fondo de la economía. A juzgar por los resultados del presente o bien Lagarde mintió descarada y diplomáticamente o bien los diagnósticos del Fondo conservan su tradicional e histórica precisión.
Cualquiera sea el caso, un potencial préstamo de 20 mil millones de dólares a un país del G-20, sobre una cartera actual de préstamos total de alrededor de 27 mil millones, le permitiría al Fondo comenzar a recuperar su rol perdido de prestamista global y dejar atrás la irrelevante rutina de vigilancia y asistencia "técnica". El rostro de Lagarde recibiendo a Dujovne lo expresaba: ¡gracias Argentina!
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