La Tecl@ Eñe
Editor/Director: Conrado Yasenza
30 de marzo de 2017
El modelo de acumulación económico-financiera a nivel mundial indica que ocho fortunas personales equivalgan a los ingresos de la mitad de la humanidad, hecho que expresa el agotamiento de dicho sistema. El gobierno de la Argentina está ejercido por el establishment de las grandes empresas y grupos hegemónicos. El Estado no es administrado en función del interés público sino en el de las empresas a las cuales dichos funcionarios pertenecen. Medios hegemónico y sectores del poder judicial cumplen su papel.
Por Carlos Raimundi *
(para La Tecl@ Eñe)
La soberanía popular es la esencia misma de la Democracia y tiene muchas formas de expresarse. Por su parte, el sistema de mediaciones entre la voluntad popular y la decisión política también asume formas diversas; hay sistemas parlamentarios o presidenciales, mayoritarios, proporcionales o uninominales, cuya legitimidad fundamental no descansa en sus aspectos procedimentales, sino en la cercanía o no entre las decisiones de quien ostenta el poder del Estado y el mandato popular que recibiera, aquello que expresa efectivamente la voluntad y los deseos mayoritarios del pueblo.
En distintas partes del mundo, acudimos al agotamiento de un modelo de acumulación económico-financiera, cuya irracionalidad y desmesura han llegado al paroxismo de que ocho fortunas personales equivalgan a los ingresos de la mitad de la humanidad. Pero el agotamiento de este sistema de acumulación no puede sostener por mucho tiempo más la legitimidad del sistema de representación electoral que lo ha sustentado hasta el presente.
Los grandes formadores de opinión hicieron que esto pasara inadvertido durante todo el tiempo en que no afectó los privilegios de las áreas conocidas centrales a nivel mundial, en detrimento de la pobreza y el subdesarrollo de la llamada periferia. Pero a partir de exacerbarse la condición financiera de la globalización del capital a expensas de la producción de bienes industriales, que conllevaba a sociedades inclusivas, cercanas al pleno empleo, aquel malestar y la brecha de desigualdad que afectaba a los países periféricos comenzó a extenderse hacia zonas del planeta tradicionalmente integrantes de los centros de poder, esto es, los países menos desarrollados de Europa y los propios sectores de trabajadores de los establecimientos productivos de los Estados Unidos, sumadas a sus respectivos inmigrantes. Ya no eran solamente anchos núcleos urbanos y campesinos de América Latina, Asia y África quienes sufrían las consecuencias de esta acumulación desenfrenada de capital financiero globalizado, sino que comenzaron a ser las áreas del centro.
Europa, que hasta hace dos décadas podía exhibir el haberse convertido de una zona devastada por la Segunda Guerra en la región socialmente más cohesionada del planeta, con altos niveles de desarrollo industrial y tecnológico, migró de la concepción social de la integración que llamaba a diversos países a integrarse a la Unión Europea, hacia un paradigma meramente financiero que termina amenazando con expulsar a muchos de sus miembros, a partir de la decisión de sus propios electorados. Cuando, para ingresar al euro, los acuerdos de Maastricht impusieron el cumplimiento de ciertas metas, todos aquellos Estados que pretendiesen integrarse debían cumplir con límites muy estrictos a su inflación, endeudamiento y déficit fiscal. Ahora bien, cuando estas metas de orden estrictamente financiero son aplicadas a países con asimetrías muy grandes en su desarrollo productivo, industrial y tecnológico, los países más rezagados sólo pueden alcanzarlas a costa de ajuste social o mayor endeudamiento público. Por lo cual, el haber migrado hacia el paradigma financiero de integración por sobre el social y productivo, amplió la brecha de desigualdad entre los países más desarrollados y los más rezagados de Europa y con los años convirtió a la zona del euro en un mecanismo que presagia expulsiones crecientes, lejos de aquel polo de atracción que fuera en otros tiempos.
Las experiencias, primero de Podemos en España y luego de Syriza en Grecia, tratando de desafiar las recetas de ajuste ortodoxo y neoliberal de los organismos financieros europeos, fueron rápida y terminantemente coartadas por dichas estructuras de poder, no tanto por el costo que podían asumir desde el punto de vista contable, cuanto porque no se les podía permitir convertirse en ejemplos de salidas heterodoxas del sistema de poder que las oprimía.
Nadie podría esgrimir que en Europa y los Estados Unidos no funciona el sistema de representación electoral. Es decir, los pueblos han votado, y nunca lo hicieron en favor de la crisis, la pobreza, el endeudamiento, la recesión, los desalojos. Sin embargo, las decisiones tomadas por los representantes votados condujeron a mayor crisis, mayor pobreza, mayor endeudamiento, mayor recesión y mayor número de desalojos. Es decir, el sistema de representación funciona procesalmente, los votantes han votado. Pero las decisiones políticas han sido las opuestas a la voluntad de los pueblos. Entonces, así como ha entrado en crisis de legitimidad el sistema de acumulación, también lo está el sistema de representación que lo sostiene formalmente. Su causa fundamental y elemental a la vez: la cada vez más ancha lejanía entre la voluntad popular y la decisión política de los representantes que fueran elegidos mediante esa voluntad popular.
Este hartazgo colectivo es lo que nos exime de toda perplejidad ante los últimos resultados electorales surgidos de las compulsas en Gran Bretaña en favor de la salida de la Unión Europea, en Colombia en contra de los Acuerdos de Paz sostenidos por todo el arco político nacional, regional y mundial y la elección de un marginal del sistema político como Donald Trump en los Estados Unidos. Nadie debería sorprenderse de por qué se dan estos resultados, contestatarios del sistema tradicional, si tan sólo nos limitásemos a comprobar los niveles de insatisfacción y disconformidad crecientes que ese sistema tradicional trajo al bienestar y a la calidad de vida de los pueblos. Sin embargo, los rasgos xenófobos, racistas, discriminadores de estas alternativas nos llevan a la necesidad imperiosa de repensar otra salida a la crisis.
Luego de las recientes experiencia populares de Nuestra América, signadas por el predominio de lo político por sobre los mercados, no podemos aceptar que la respuesta a la construcción del sujeto neoliberal, insatisfecho híper-consumista, llegue por el camino que conlleva a un sujeto con profundos rasgos neo-fascistas. Porque así como el primero constituye la negación de la política a expensas de las reglas impuestas por los grandes conglomerados financieros sobre la voluntad de los pueblos, el segundo también constituye la negación de la política al reconocer seres humanos no iguales sino jerarquizados, al hacer prevalecer a los connacionales por sobre los extranjeros, a los incluidos por sobre los excluidos. En este caso, se trata de una nueva negación de la política, esta vez en su condición de constructora de igualdad, de articuladora de intereses diversos en favor de los más débiles, donde prevalece la la imposición y la negación del otro por sobre el diálogo, el choque de las civilizaciones por sobre la comunicación y la palabra, la ausencia de toda dimensión ética.
En este marco se inscribe la situación argentina. Hay un eje de disputa de poder a nivel mundial entre la representación democrática de los Estados, esto es, la prerrogativa de la política para imponer reglas a los monopolios y al capital financiero globalizado, o la posibilidad de que sean los grandes conglomerados los que asuman directa o indirectamente el gobierno del mundo. Y la restauración neoliberal en América Latina, como el caso de Brasil, y más particularmente la Argentina, constituye un banco de prueba de este objetivo neoliberal de gobierno de los mercados. Ya no se trata de la derecha ideológica tradicional que disputa en el terreno de la política para gobernar en defensa de sus intereses propios, sino de la lisa y llana enajenación de la política en manos de los grandes conglomerados económicos y financieros.
El gobierno de la Argentina está ejercido, en cada una de sus áreas, por el establishment de las grandes empresas y grupos hegemónicos. Es decir, el Estado no es administrado en función del interés público sino en el de las empresas a las cuales dichos funcionarios pertenecen. El espacio público no interpela al privado. Es el espacio privado el que se ha apropiado de lo público para dejar a las grandes mayorías y a los sectores más vulnerables de la población desprovistos de herramientas de interpelación hacia el poder real. El poder político se ha subsumido en el poder real dejando absolutamente indefensa a toda posibilidad de poder popular.
Una pregunta central es cómo fue, en el caso argentino, que se llegara a dicho estado de cosas por intermedio del voto. Y es aquí donde entra a jugar su papel la capacidad de influir en el sistema de percepciones e interpretación simbólica de la realidad de parte de las grandes cadenas de comunicación hegemónica, que no sólo funcionan a nivel local y regional sino que tienen alcance planetario; entra a jugar su capacidad para demonizar las experiencias de gobiernos populares, denostar y degradar el prestigio de sus líderes, asociar dichas experiencias con casos fabulosos de corrupción que nunca terminan de comprobarse y utilizar a los segmentos aristocráticos cada vez más influyentes del poder judicial en favor de sus intereses. A partir de este trípode que oficia como núcleo de una colosal estructura de poder neoliberal, conformado por el poder financiero, el judicial y el mediático, los referentes políticos pasan a ser elementos de utilidad meramente circunstancial, de representación no más que transitoria, que ocupan un cuarto orden de prelación muy distante de aquel trípode central de poder.
Se trata de dirigentes que deben su conocimiento público al acuerdo de las grandes cadenas de medios, y que deben cumplir el requisito de ser absolutamente maleables a las directivas del poder real. Los dirigentes con peso propio son disfuncionales, indeseables, incompatibles con este sistema de poder. Más que incompatibles, susceptibles de ser desterrados del sistema político.
Otra característica de estos pseudo-liderazgos, intelectualmente endebles, pre-moldeados a imagen y semejanza de lo que los poderes reales necesitan de ellos, obedientes a sus dictados, es la búsqueda de adhesión mediante su permanente apelación al futuro, que niega todo compromiso con la historia. En verdad, es otra de las estrategias subliminales, ensayada largamente para ser puesta en escena, que procura esconder cuáles son los sectores políticos y económicos de los cuales estos nuevos representantes son herederos, y cuál fue su comportamiento ante cada hecho fundamental de nuestra historia reciente. Necesitan apelar únicamente al futuro para negar su propia historia, que siempre estuvo a favor de los poderosos, de sus intereses minoritarios, de los golpes de estado, de la proscripción de las mayorías, de la represión de las movilizaciones populares, y no de la presencia del pueblo en la calle cada vez que éste logró torcer la adversidad a través de esa presencia.
Mauricio Macri accedió al gobierno escondiendo sus verdaderos objetivos detrás del planteo demagógico de que iba a sostener muchas de las políticas llevadas a cabo por su predecesora, Cristina Fernández de Kirchner, y que sólo las modificaría en la medida que se mejorara aquel desempeño. Prometió no hacer ajustes drásticos, ni grandes devaluaciones, ni aumentos excesivos de tarifas, mantener dentro de la esfera pública los programas de inclusión social de alcance universal, los mecanismos de movilidad ascendente de las jubilaciones. Nada de esto fue llevado a cabo. Quiere decir que hubo una ruptura del mandato popular que viene del lado del propio gobierno y del propio Presidente. Es a partir de esa ruptura que surge la ilegitimidad de ejercicio intrínseca de un gobierno formalmente legítimo por su origen electoral.
El compromiso con la verdad, la fidelidad al mandato recibido del pueblo, la representación de los más débiles frente a los abusos de los poderes permanentes, forman parte del concepto de legitimidad política. Cuando un gobierno habla en nombre de las empresas de sus funcionarios y no del interés social, y ha roto su compromiso electoral al promover el cierre de talleres y el despido de miles de trabajadoras y trabajadores, es el propio gobierno el que destruye su legitimidad y deja al pueblo sin otra herramienta institucional que no sea la reapropiación del espacio público para la protesta. Lejos de constituir un factor de desestabilización, la movilización representa la esencia más genuina de la democracia, su faz más asamblearia. La Demo-cracia, gobierno del pueblo, nace en Occidente a partir del protagonismo en el Ágora o espacio público durante la Grecia clásica. Reorientar el rumbo de un país a partir de las expresiones populares que ocupan lo que es suyo, la calle, los lugares de trabajo, los recursos naturales, frente a la estafa que le es proporcionada desde las instituciones públicas de gobierno, lejos de constituir un elemento de ilegalidad democrática, constituye el camino de recuperación de la legitimidad democrática más profunda.
* Secretario General de SÍ y ex diputado nacional FpV
No hay comentarios:
Publicar un comentario