lunes 27 de marzo de 2017
Panoràmica. Imagen aérea de la movilizaciòn de esta tarde en Plaza de Mayo.
24M. Hace 34 años, en los inicios de la democracia, pocos apostaban a la consolidación del sistema. Sin embargo, ocurrió, y eso habilita también para soñar un país mejor.
Por Ernesto Tenembaum
Tal vez la mayoría de los asistentes a la marcha por el 41 aniversario del inicio de la dictadura no lo vivan con la intensidad de quienes tenemos algunos años más; pero no siempre hubo libertad en la Argentina. Y tal vez sea una suerte que eso sea así, porque quiere decir que finalmente se ha naturalizado algo que, decididamente, en la historia del país, no ha sido natural. Hace 34 años que no es habitual que se detenga a una persona por sus ideas políticas – tanto no lo es, que un solo caso desata un escándalo interminable –. No es común que las personas se exilien por razones políticas, o que se detenga o golpee a disidentes u opositores, o que se censuren libros y publicaciones. Es lo más normal del mundo que haya paros, algunos muy extensos, cortes de calles por reclamos sociales, y que nadie sea lastimado por ello.
Parece algo tan natural como respirar, tanto que uno no se da cuenta que vive en libertad o que recibe aire en los pulmones. Sin embargo, desde 1930 hasta 1983, estas circunstancias eran muy excepcionales. Y, de haber tenido que apostar, en el momento del retorno de la democracia, muchos hubiéramos dudado de su permanencia en el tiempo.
No solo eso. La Argentina ha producido un hecho realmente excepcional. La mayoría de los culpables en la represión indiscriminada e ilegal hoy están presos, más allá del poder que hayan tenido durante la dictadura, como los jefes de las Juntas, o durante la democracia, como el general César Milani. No hubo democracia en América Latina ni en Europa que ajustara cuentas de manera tan razonable con los asesinos de las dictaduras previas o que restituyera a tantos niños robados por los militares. Y todo eso sin disparar un tiro. Y todo ello en paz.
Por eso, en medio del dolor que sobrevuela al país cada 24 de marzo, tal vez haya motivos para dejar un pequeño espacio al optimismo.
Hace 33 años, consolidar una democracia, un régimen de libertad en el país, parecía una utopía.
Y, sin embargo, ocurrió.
Lograr que los militares asesinos terminen presos era impensable.
Y también sucedió.
Los problemas actuales del país son graves. Pero ninguno de ellos tan difíciles de vencer como la cultura autoritaria, el poder de las Fuerzas Armadas, la impunidad de los represores. Y, si aquello se logró, ¿por qué no pensar que esto también se consiga?
El camino que llevó a estos resultados fue lento y sinuoso y exhiben el inverosímil poder de la tenacidad. En el origen están los organismos de derechos humanos que arrancaron en los años de terror y oscuridad. En estos mismos días, pero hace un año, Beatriz Sarlo recordó la manera en que, motivados por un conocido relator de futbol de entonces, muchos jóvenes hostigaban a los familiares de desaparecidos cuando esperaban para ser atendidos por una delegación de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. Esos organismos lograron romper el cerco, gracias a algunos periodistas muy valientes – Robert Cox, Magdalena Ruiz Guiñazú, Herman Schiller, son algunos de sus nombres – y a múltiples aliados en el mundo occidental, entre ellos el presidente norteamericano Jimmy Carter. Al caer la dictadura, ya existían marchas multitudinarias que exigían justicia.
En el mismo inicio de la democracia, el Gobierno de Raúl Alfonsín conformó una comisión de personas muy destacadas que enfrentaron el miedo y el horror y produjeron el informe Nunca Más, que todavía es uno de los textos más trascendentes de la historia argentina. El velo de la sociedad se corría. Y en 1985, cuando el poder militar todavía era amenazante, se realizaron los juicios a las cúpulas de la dictadura, que terminaron con condenas ejemplares.
En cada período democrático, hubo marchas y contramarchas. Así fue como, a partir de 1987, Alfonsín retrocedió ante la presión de los cuarteles y el Congreso aprobó las leyes de punto final y de obediencia debida. La mayoría de los represores salieron de la cárcel.
Apenas asumió, Carlos Menem indultó a los restantes. Parecía que la impunidad reinaría para siempre. Pero aun en ese contexto hubo avances. El jefe del Ejército, Martín Balza, realizó una autocrítica histórica. No había más discusión: hasta los militares decían que no había sido una guerra justa sino una imperdonable cacería. Menem eliminó el servicio militar obligatorio y dinamitó el poder de presión política de las Fuerzas Armadas, que se mantenía invariable desde 1810. Por eso, en 2002, no hubo siquiera un intento tímido de golpe de Estado. En cualquier otro período, una crisis como la de principios de este milenio desembocaba en una dictadura: fue la prueba de fuego de supervivencia del sistema democrático.
La historia, como se sabe, no tiene final. Luego del 2001 se barajó de nuevo, y el Parlamento derogó las leyes de impunidad. Los juicios recomenzaron y, en 2003, al asumir Néstor Kirchner, ya había cincuenta militares detenidos. El kirchnerismo transformó esos avances de la Justicia en política de Estado y así la Argentina logró dar un ejemplo inédito al mundo: la mayoría de los criminales están hoy presos y condenados. Y nadie discute que eso sea justo: ni Massot, ni los Kirchner, ni Macri, ni Obama, ni Scioli. Hasta Aníbal Fernández va a la Plaza de Mayo los 24 de marzo. ¿Fingen o evolucionaron? ¿Es convicción o resignación? ¿Es muy relevante eso? Un sólido consenso social los empuja a todos ellos en la misma dirección.
Durante el kirchnerismo, por otra parte, algunos organismos de derechos humanos accedieron al poder. Su discurso pasó de transgresor a hegemónico. Y fue muy triste ver cómo el poder tiñe con sus propios vicios aun a personas de pasado heroico: hubo escándalos de corrupción, despliegue innecesario de crueldad, intolerancia a miradas alternativas y, sobre todo, una clara pérdida de independencia. Callaron, muchas veces, lo que antes denunciaban, y ahí está el caso Milani, o la soledad de los familiares de Once y Cromañón, para demostrarlo. Una expresión de esto se vivió en estos días, ante la triste polémica entre Hebe de Bonafini y Estela de Carlotto. "Traidora". "Fanática". Así se tratan.
Esos desvíos, al parecer, no tuvieron un costo alto para la causa original ya que en sus primeros pasos, Mauricio Macri, desairando a algunos de sus votantes, decidió que los juicios no frenan y que los desaparecidos merecen también su homenaje. El gobierno que conduce colgó banderas que decían Memoria, Verdad y Justicia de tres de los cuatro lados del obelisco, transmitió a Estados Unidos el pedido de desclasificación de documentos que hicieron los organismos de derechos humanos y reforzó el recuerdo del 24 de marzo como el día del "Nunca Más". Los asesinos, quince meses después, siguen entre rejas y no hay siquiera un atisbo de que puedan salir.
En esta larga aventura participaron personas de izquierda y de derecha, comunistas y anticomunistas, religiosas y ateas, argentinas y extranjeras. Muchas de ellas tienen visiones encontradas acerca de cuáles fueron las causas que derivaron en la tragedia de la dictadura e incluso sobre el número de los desaparecidos. Hubo psicoanalistas freudianos y lacanianos, periodistas de la corpo con "c" y de la korpo con "k", actores, directores de cine, historietistas, maestros y muchos padres y madres que explicaron a sus hijos, a su manera, la diferencia entre el bien y el mal. Y al final del camino, en todas las escuelas del país, se recordarían los tiempos en que la Argentina se transformó en una cárcel gigantesca. ¿Quién hubiera imaginado en 1978, o en 1983 que cuando el diario La Nación publicara, décadas después, una editorial en defensa de los militares serían sus propios periodistas y trabajadores los que repudiarían el texto en una asamblea realizada en la misma redacción?
Marzo fue un mes de protestas y marchas multitudinarias. Algunas personas se molestarán por eso y otras se emocionarán: así es la vida. Hay quienes piensan que esas marchas son expresiones de una necesaria resistencia a un gobierno opresor y otras que creen que son intentos de desestabilización contra un gobierno que quiere iniciar un camino diferente para la Argentina. Quién dice. Pero esas marchas rebelan, una vez más, que la democracia argentina es un sistema vital, fuerte, donde cientos de miles de personas discuten activamente lo que pasa. Y no siempre fue así. Y es muy sano que los jóvenes que marchan ni siquiera sientan en el cuerpo que no siempre fue así y se planten ante cualquier gesto de prepotencia del poder.
Eso se llama libertad.
¿Que con ella no se come, no se cura, no se educa, como decía su primer presidente?
Es, parcialmente, cierto.
Quien quiera ver en ello un fracaso, tendrá razón.
Pero tal vez sería más útil verlo como un desafío.
¿Se lo podrá vencer?
En todo caso, la historia del 24M refleja que nada, en principio, es imposible.
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