domingo, 12 de marzo de 2017

La encrucijada cegetista


domingo 12 de marzo de 2017


El país



OPINIÓN



La encrucijada cegetista



Por         Edgardo Mocca




Hace pocas horas declaró Héctor Daer que para que se levante el paro hace falta que el gobierno abandone la política de beneficiar a los ricos y perjudicar a los pobres. Parece difícil que en las dos próximas semanas, Macri decida invertir la naturaleza de su gobierno. De modo que la radicalidad del condicionamiento formulado por el triunviro cegetista no encaja con la temporalidad que él mismo anunciara desde el ajetreado atril durante la movilización del martes último, cuando – furcio de por medio – dijera que el paro sería "antes de fin de mes". De lo que se está discutiendo es de política. Así lo proclaman horrorizadas las almas bellas de la segunda alianza, que empiezan a ver en cada contratiempo del gobierno la sombra oscura y amenazante del kirchnerismo. Es de política que se trata, pero ¿cuál es el lugar político de los sindicatos y de la central obrera?


En principio, los sindicatos no juegan directamente el juego de la política de partidos: son organizaciones que agrupan a los trabajadores de distintas ramas de la producción sin distinción de preferencias políticas ni ideológicas. En la historia real este pluralismo de los sindicatos ha sido siempre relativo: en la génesis del movimiento sindical está su condición de herramienta del conjunto de la clase trabajadora en la lucha por mejorar no solamente sus condiciones económicas sino también políticas. Claro que la interpretación de ese anhelo común ha dividido y divide a los sindicatos: durante muchas décadas en la Argentina la lucha alrededor de esa interpretación la protagonizaron distintas organizaciones de izquierda; desde 1945 el peronismo ejerce una clara hegemonía sin que eso elimine fuertes controversias en el interior de ese movimiento ni entre éste y diversas corrientes de izquierda y centroizquierda. La conducción de la CGT ha sido desde entonces peronista pero su conducta política ha pendulado entre la moderación negociadora y la combatividad abarcando todo el espectro posible de posiciones intermedias. El actual triunvirato es una experiencia muy particular. Su nacimiento tiene el signo de una compleja negociación entre las tres partes en las que la central quedó dividida durante la última etapa de la experiencia kirchnerista: Moyano (después de su ruptura con Cristina) Caló y Barrionuevo fueron entonces los nombres propios de esa división.


Es inevitable que las formas de la reunificación de comienzos de 2016 estuvieran condicionadas por un diagnóstico político. Su prólogo fue la derrota electoral del peronismo y su punto de partida estuvo enmarcado por la cuestión existencial del futuro de ese movimiento en las inéditas condiciones del gobierno de una fuerza reconocidamente expresiva de los intereses y la mirada social de las clases más ricas de este país y triunfante a través de elecciones limpias. El triunvirato nació como administrador de una transición sindical inmersa, a su vez, en una transición política. Los tres miembros de la dirección tienen historias político–sindicales diferentes; confluyen, sin embargo, es que ninguno de los tres expresa simpatía por la experiencia política kirchnerista. No es extraño entonces que el diagnóstico político establecido en el inicio y sostenido todos estos meses tenga la forma de una colocación de Cristina y del kirchnerismo en el pasado. Y que su brújula política haya sido la de una lenta recomposición del peronismo en un alejamiento progresivo de la ruta política de los doce años anteriores. La confluencia en este punto con el relato macrista es absoluta. Pero, claro, es una confluencia general que no anula los problemas de una difícil relación signada por un interrogante: cómo se hace para recomponer un peronismo como alternativa electoral aceptando pasivamente el rumbo adoptado por un gobierno de signo diferente. Esa es la tensión que está en el centro del episodio del martes último, independientemente de las formas patéticas que asumió.


El poco decoroso espectáculo que ofreció la cúpula cegetista es un momento particularmente crítico de una transformación del clima político nacional en tiempos acaso más breves de lo que se esperaba. Si se observa el modo en que se ha ido moviendo la situación interna del Partido Justicialista, puede aparecer más claramente lo que es un marcado desfase del discurso cegetista respecto de la tendencia más general. Desde los tiempos de la sobreactuación de la responsabilidad, de la gobernabilidad y del consenso, cuyo punto más emblemático fue la fiesta común de Macri, Massa y Urtubey en la legendaria ciudad de Davos, ha pasado mucha agua bajo los puentes peronistas. La resistencia a los tarifazos, los conflictos sociales intensificados, la caída constante de la imagen del gobierno, la persistencia de la presencia de la ex presidenta en un lugar central de las adhesiones populares y, en la última etapa, el conjunto de derrapes de la gestión Macri – particularmente sus autocríticas post–delictivas – han ido desplazando el centro de la escena. Las reuniones de intendentes peronistas del conurbano que giraban en torno a la "renovación" hoy giran en torno de la "unidad" de una manera en que va quedando poco espacio para las exclusiones "antipopulistas".


Diferentes sectores sindicales y sociales han retomado el discurso del enfrentamiento a las políticas gubernamentales. Hay documentos como el de los defensores de las encíclicas papales y el proyecto enunciado por Perón en 1974, en el que confluyen kirchneristas y críticos del kirchnerismo, que enjuician duramente el rumbo actual del país y enuncian un programa alternativo que se parece mucho a lo hecho en los años anteriores, aunque, claro, sea mejor porque es más fácil escribir un documento programático que gobernar más de una década bajo el asedio desestabilizador del establishment local y global. Hasta ha surgido una extraña corriente que se hace llamar "los peronistas en el Frente Renovador" que ha ido produciendo un visible distanciamiento de la tan promocionada ancha avenida del centro e impulsando alguna forma de reunificación peronista.


La cúpula cegetista ha venido moviéndose de un modo oscilante. Se endurece su discurso contra el gobierno pero no actúa. Se moviliza junto con otras centrales por una ley que proteja a los trabajadores contra los despidos pero hace silencio cuando Macri veta la ley aprobada por el Congreso. Es crítica del gobierno pero al mismo tiempo – y con mayor énfasis – rechaza la experiencia última de gobierno peronista. Hay algo así como el intento de hacer valer el peso de la central obrera en el proceso político interno del peronismo en una determinada dirección.


El sindicalismo peronista tiene, en este sentido, una recurrente obsesión que está anclada en su propio origen histórico. Podríamos llamarla la obsesión laborista. Aquella interpretación que hizo un sector del sindicalismo sobre el triunfo electoral de Perón en 1946, que atribuyó enteramente al Partido Laborista, recientemente creado por el sector sindical que se encolumnó detrás del líder; una afirmación que no resistió el peso de las relaciones de fuerza: Perón ordenó disolver el Partido Laborista poco después de su asunción como presidente. La ilusión de un peronismo sindical autónomo, capaz de ejercer poder efectivo sobre las otras ramas del movimiento, reapareció varias veces en las últimas décadas: el peronismo sin Perón de Vandor a mediados de los años sesenta, el frustrado intento electoral de Ubaldini a principios de la del noventa y la apuesta de Moyano de ser el primer presidente trabajador enunciada en un acto encabezado por Cristina Kirchner en 2010 son algunos de los más resonantes. Ninguno tuvo éxito.


El martes pasado las indefiniciones de Schmid, Daer y Acuña alcanzaron un punto extremo. La presencia masiva, plural, intensa y activa de centenares de miles de trabajadores se encontró con el vacío. Convocados para aprobar por aclamación un paro general se fueron sin ninguna novedad. Acaso al triunvirato le hubiera convenido invertir el orden de la acción: tomar primero una decisión y convocar después a los trabajadores para comunicarla. Ahora no pueden salir del callejón. Si aprueban el paro, será porque las bases los desbordaron. Si no lo aprueban tendrán que demostrar que el gobierno de Macri se convirtió en un gobierno industrialista e inclusivo… una tarea para la que no alcanza a intuirse ninguna condición de posibilidad favorable. La indefinición no es neutra. Debilita a los trabajadores y da un respiro al acorralado gobierno.


Claro que un paro no transforma por sí mismo la realidad. No convierte a un gobierno neoliberal en un gobierno popular. Pero el tan manoseado paro cegetista habrá de intervenir en una realidad transformada y en el arranque de un año de elecciones decisivas. Tendrá mucho que ver con el clima político, social y comunicativo en el que los argentinos votaremos este año. El paro que los trabajadores ya han decidido más allá de cualquier gesto dirigencial será una potente voz política emitida por millones de argentinos y argentinas. Una voz que se impondrá traspasando el muro de silencio y de invisibilización mediática que ha rodeado estos meses y sigue rodeando al enorme sufrimiento popular provocado por las políticas del gobierno y a las múltiples resistencias que protagonizan diversos sectores sociales y muy principalmente los trabajadores formales e informales. Un acto político en el más fuerte y mejor sentido de la palabra. Hemos entrado en una zona de definiciones políticas en la que los acuerdos de unidad sindical de principios de 2016 deben ser reformulados y actualizados en el sentido de incorporar una voz política y sindical que hoy está ausente en el sitio central de las decisiones cegetistas.


Una voz que no se reconoce exclusivamente en una corriente política, que es plural y que no ha alcanzado un grado de articulación pero que ha ido construyendo de hecho un programa, el de la defensa de la producción nacional, el empleo, el salario digno, la plenitud del estado de derecho, el freno de los abusos policiales y judiciales y el cese del saqueo empresarial–familiar–estatal de los recursos que son de toda la sociedad. Cada sector – incluida claro está la actual dirección de la CGT – tendrá que resolver qué lugar ocupa frente a esta nueva realidad.










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