lunes 12 de noviembre de 2018
La incógnita del voto popular
Consideremos el interés que forja una conciencia social en el momento electoral. Merece mucha discusión el asombro del buen ciudadano respecto a vastos sectores de la población desvalida votando a partidos de derecha, represivos o que incluso les limitan los derechos que otros gobiernos contra los que ahora votan les han conferido. Un recorrido desde la Europa de 1910, hasta el Brasil de Lula y la necesidad de que Cristina se presente en las próximas elecciones.
Foto: Joaquín Salguero1. Votar “contra los propios intereses”
Suena hoy ya como un viejo sonsonete la idea de que hay millares de personas que viven la vida de los de abajo y “que votan contra sus propios intereses”. Esto ha servido en especial para que los partidos y conglomerados populares organizasen simposios y centros de estudios alrededor del tema de la conciencia social colectiva, lo que en casi todos los casos llevó a tropezarse con la idea de “intereses”. O dicho de un modo un tanto antiguo, la “alienación de esos intereses”. ¿Qué es un interés? La palabra contiene significaciones morales, subjetivas y económicas, entre otras tantas. En todos lo casos, apunta a los puntos profundos que en una persona une su memoria biográfica, sus presente inestable y un futuro abierto a incertezas o esperanzas muchas veces resumidas en un rezo. El interés, ya sea para la vida personal como para los bancos, es una expectativa sobre el futuro que interroga los nudos de lo posible y lo imposible con que cada conciencia hace su balance. En ese estado nunca se sabe enteramente si se es feliz o se está ante un abismo. Y son muy débiles los veredictos que nos dirigen a afirmar que tal o cual persona está “alienada” respecto a cómo ella misma interpreta sus actos.
Esto se debe a que el interés, tanto originado en un préstamo bancario o en un momento de satisfacción ante el mundo -lo que generará en nuestra conciencia un nudo de creencias lindante con la rutina -, está siempre siendo revisado por un sujeto que lo es, solo en tanto se pregunta por sus propios intereses. ¿Nos mordemos la cola? Esta puede ser una pregunta no formulada explícitamente, propia de los deseos inconscientes que destrozan a las palabras con que intentamos expresarnos -de ahí cierta violencia en esos deseos-, o puede encarnar las soluciones de la filosofía clásica moderna que nos permitan redescubrir el interés desinteresado. Este va más allá de la contemplación de la obra de arte. Es el gozo por la acción libre, el poder pensar en cómo pensamos y en las consecuencias de nuestra acción, donde por cierto hay intereses no previamente conocidos por nosotros. Y por lo tanto voluntad de conocerlos o negarlos. Pero siempre que estemos en condiciones de revisarlos y hacerlos motivo de crítica, esos intereses no serán impuestos desde afuera de lo que nos define como seres vivientes y sintientes, sino que habitarán en nuestro yo, abriéndolo a las distintas posibilidades del mundo. Es una de las posibilidades del interés desinteresado.
Pero consideremos ahora no el interés bancario, sino el interés que forja una conciencia social, expresada entre tantos otros, en el momento electoral. La frase de la que se asombra el buen ciudadano respecto a vastos sectores de la población desvalida votando a partidos de derecha, represivos o que incluso les limitan los derechos que otros gobiernos contra los que ahora votan les han conferido, merece muchas más discusiones. Atravesaremos en poco tiempo más una elección crucial en Latinoamérica y este enunciado surgido de la pregunta petrificada – “por qué los pobres votan lo que no les conviene” - sigue a la cabeza del programa de reflexión de los procesos del tipo nacional-popular, progresistas y de izquierda.
2. La conciencia de las masas
¿Hubo un tiempo originario y mítico en que intereses populares y expresión política coincidían? Pensemos en una idílica época clásica definida por las izquierdas europeas a partir de mediados del siglo XIX. La noción de “intereses de clase” permaneció absolutamente asegurada en la instancia programática, así como se vio sometida a las vicisitudes de la pedagogía partidaria a los vaivenes de la historia en forma permanente. No era un a priori de conciencia sino una “situación material”, una “condición de la estructura productiva” y para convertirla en conciencia estaba el partido que proclamaba esa unidad entre proletario y conciencia proletaria, así como hechos históricos muy conmocionantes, ponían la cuestión en otro lugar problemático. Pongo como ejemplo la Internacional de Zimmelwald, al comienzo de la Primera Guerra Mundial, donde los socialismos de los países que entran en beligerancia se ven atrapados en esa polémica. ¿Cómo pesaban las naciones, con sus estados, sus ministerios y fuerzas armadas, en la conciencia colectiva ante una guerra intercapitalista, pero protagonizada precisamente por naciones? Aunque en Zimmelwald se discuten estrategias de guerra y paz, su cuestión latente es el estado de conciencia de las masas proletarias en las naciones históricamente constituidas en una Europa en guerra.
Pocos años después, hacia comienzos de los años 20, Georg Lukács escribe “Historia y conciencia de clase”, proponiendo la integralidad de la conciencia de clase como un punto de vista que dialectiza una totalidad histórica de una única manera posible. Otorgándole al proletariado la decisión última sobre el método, la formación del partido y la figura de su propia autoconciencia. Años después Lukács dirá que su postura de los años 20, anticientificista y antipositivista, le confería al proletariado un a priori ideológico, una “conciencia atribuida deductivamente”, lo que dejaba el tema de la comprensión proletaria de lo social en el punto en que lo había dejado Lenin en el “Qué Hacer”. Esa conocida tesis de que la clase potencialmente revolucionaria precisa guías educativas y pedagógicas que provienen de su exterior.
No entraremos en las zonas más problemáticas de esta cuestión. Abundan los análisis del mundo de vida de las clases proletarias - que en algunos casos adquieran el nombre de subalternas - y muchos de ellos se inspiran en las relecturas del 18 Brumario de Marx, donde el proletariado produce una flora y fauna del boulevard. Allí encontramos los incontables oficios picarescos del “bajo pueblo”, que Marx resume despectivamente en la expresión lumpemproletariado, lo que hasta hoy tiene serias implicancias hacia todas las direcciones del pensamiento político. Está en juego un pensamiento “pobre”, o aparentemente “pobre”, no el pensamiento de los pobres, sino una conciencia ajena a su significación histórica, pero viviendo de los símbolos enredados en fuertes madejas, a las que acude permanentemente. Hechicerías de las vidas marginadas que son el abrigo inconsciente del “voto contra sí mismas”.
3. Simbologías de la vida popular
Todo lo que sigue, en parte o en su totalidad, fue indagado en los grandes trabajos de Gramsci y Benjamín. En el mapa de la vida popular se halla la religión en todas sus variantes, la magia, las sentencias del saber “milenario”, la lotería, el azar como juego para discernir cada destino vital, el horóscopo, los chistes y bromas carnavalescas, las herencias folclóricas más o menos ritualizadas, las competiciones deportivas en estadios de masas, la atención hipnótica que producen los medios de comunicación, los vendedores ambulantes en el tren o en las canchas, todo ello pasado por los grandes diarios del siglo XIX, atravesados luego por la radio, luego el cine, luego la televisión, luego internet, luego la telefonía del mundo digital y luego todas las redes de vinculación no presenciales que originó el concepto de conectividad. Este reemplaza a la idea misma de sociedad de los viejos manuales de sociología. El psicoanálisis agregará algo fundamental al modo bajo el cual se reorganizan los sectores populares - de bajos ingresos, con indicadores habitacionales precarios, y de convivencialidad incierta - y dirá que hay goces subrepticios e intensos en ese mundo de carencias.
Se trata de una disponibilidad para el usufructo del cruce de la línea, el riesgo bullicioso de lo clandestino, la ilegalidad salvadora, el uso de armamento para resguardar intercambios prohibidos. Nada es sorprendente si admitimos que es exactamente la contracara de los sectores financieros, los que viven de la especulación capitalista en áreas de sigilos, lenguajes en clave, reuniones subrepticias y secretos fiscales. Así como el suicido existe en las elites judiciales, financieras y comunicacionales como un tributo a las estadísticas sociales del riesgo existencial, en los sectores populares un pequeña élite se desprende hacia esas formas especulativas periféricas, donde el barrio marginal con calles de barro es la contraposición complementaria de la oficina encubierta localizada en paraísos fiscales o en grandes torres edificadas por las estéticas de la globalización, que rompieron la idea del clásico rascacielos del capitalismo financiero o del monoblock del habitar colectivo de la época de Lenin o Roosevelt.
¿Cuándo comienzan a presentarse las nociones de que en las grandes maquinarias de las elecciones nacionales en las democracias ultra-financieras, una parte del “pueblo” elige en ocasiones electorales y no solo en ellas, en contra de sus “intereses”? En las grandes revoluciones del siglo XX, la bolchevique y la nazi-fascista, las nociones de pueblo, aunque divergían, no admitían esa fisura respecto a los intereses que se dan por supuestos y no se confirman en las prácticas públicas. La suposición que resguardaba la unicidad de esos intereses era el signo revolucionario que los proveía de una vida heroica, tocante en la imaginación pública y en el diálogo cotidiano. Los divergentes del nazismo fueron una elite liberal exilada - Thomas Mann, Theodor Adorno, Stefan Zweig, por decir apenas unos pocos nombres - mientras que en ambos casos la cotidianidad no heroica, se resolvía con ideas comunitarias, solidaristas, cánticos colectivos, honras a las direcciones políticas consagradas, nociones popularizadas sobre el enemigo racial -en un caso- o sobre el enemigo de clase, en el otro. El fracaso inmediato de mediación entre ambas revoluciones -el nacional-bolcheviquismo fue una espesura intermediaria que actuó con vigor durante los años 30-, dio bifurcadas versiones de las tríadas Estado-Ideología-Revolución. Una de ellas se destacó lúgubremente por hacer cotidiana las masacre, y a la vez convirtiéndola en cosa tecno-burocrática. La otra por la gran promesa de felicidad pública que apagó la fuerza del “narodniki” arcaico, mientras la del otro lado extremaba lo amenazante del “volkisch”. Era mucho mejor la comunidad aldeana precapitalista como punto de partida de un mundo nuevo que los arcaísmos populares de la comunidad con solidaridad mecánica y exenta de impurezas.
4. ¿Se extinguen las naciones?
La caída de ambas alas de la modernidad, dio lugar a otra tríada: Democracia-Revolución Tecnológica-Mercado financiero. Paralelamente, los consumos cotidianos se ordenarían en función de tecnologías simbólicas, y el merado dictaminaría sus excluidos. Los estados se tornarían una metáfora organizativa que debería convivir con otros Estados. Las empresas privadas o las centrales de comunicación visual a través de redes, se guiarían así por esa metáfora nebulosa, es decir, por módulos comunicacionales o judiciales que penetrarían en los aparatos estatales preexistentes y estos a su vez empalmarían partes sustanciales de ellos mismos en el horizonte empresario, comunicacional y judicial. Es notorio que el cambio fundamental en la figura del sujeto autocentrado ocurrió hace décadas y gobierna la actualidad, por un lado, mostrando el obstáculo a las libertades como un espectáculo sedativo a ser aceptado y aun deseado, y por otro, exhibiendo un individualismo del sujeto ilusorio, que canjea su nombre de pila por un ensueño de inmediatez, creándose la escena del diálogo directo con la Empresa, el Canal, el Estado, Uber, etc. Todos nos llaman por nuestro nombre, vamos juntos con los grandes poderes abstractos sin temor de descubrir que somos abstractos nosotros mismos. Nada más concreto y falso que nos digan “señor Horacio, aquí está su café” en Starbucks.
Los gobiernos diseñados por este neocapitalismo que acumula bienes y mercancías donde se incluyen nuestras imágenes de vida y nuestros deseos - de los que se habla sin metáfora, como si los deseos tuvieran siempre manifestaciones explícitas, algo que el importantísimo movimiento feminista debería poner en sus listado de reflexiones avanzadas - tiene eximios aliados en la muerte de las ciencias humanas, convertidas ahora en organizaciones de “crear pueblo” por medio de estadísticas encuestológicas y publicidades que reponen la vida del sujeto como una emanación fantástica de productos mata mosquitos, limpia inodoros o fijadores de dentaduras postizas. Sea vender un coche o una aspirina, todo está reescrito en la norme comunitaria del dominio obligatorio de una felicidad servicial que se consume a sí misma. ¿Cómo no sería evidente hoy que se ha producido el máximo arco de separación entre los intereses populares y lo que cada ente aislado de la sociedad entiende por ello? Llamemos a esto una nueva estructura de dominio, no una alienación.
No negamos que se mantienen zonas de conciencia política en todos los estratos de la población, pero las pedagogías triunfantes esquivan las notaciones ideológicas o la existencia argumental. Es menos gravoso para un gobierno convocar a zonas instintivas de la seguridad contra amenazas indiscernibles, designar como corrupción todo lo que gobiernos “ideologizados” producen, porque necesitan demostrar que son ellos los que realmente jugarán en contra de los “intereses populares”. Lo popular se esfuma al haber logrado poner en el vademécum de los vituperable la palabra populismo. Impuesto el sello en el lacre de la lengua, las grúas de la imaginación hacen el inventario de supuestas suntuosidades, donde se refugia lo que le roban de sus heladeras a los pobres. Esta completa inversión de la antigua vida social - la tan cercana a nosotros del complicadísimo siglo XX - ha roto la cadena de expectativas sobre la que antes trabajaron las ideologías políticas, puesto que de allí la política misma proviene. La hipótesis espontáneamente comprobable de que hay intereses (políticos o existenciales) y que ellos son representables con signos que pueden aludirlos literalmente con diversas variaciones simbólicas, parece haber cesado. Entonces, si es así ahora, ¿el pueblo se nos aparece como lo irrepresentable por excelencia? Y las naciones, consumidas y exhaustas entre la pérdida de su antigua soberanía y la presión justiciera de los envíos plurinacionales para rever las unidades geopolíticas de antaño, ¿se extinguen por innecesarias?
Esa cadena tenue pero efectiva que unía al pueblo con tradiciones diversas donde los intereses eran programas de actividad política, o sino programas de estudio o de preparación para un horizonte vital común, es lo que se ha roto. No impera tampoco el interés desinteresado más que en unas pocas áreas de militancias resistentes. Pero son muchos los que advierten que la peor suma de intereses aglomerados la representa un escogido círculo de personas que actúan en forma intercambiable, deambulante, reticular, como dinero en rotatividad permanente. Ellos dan salida equívoca a las necesidades de expansión de empresas flotantes en el gran océano de dominación abstracta, de ese espacio-tiempo que lleva el nombre de corporaciones o ensambles de un puzzle financiero cuya maraña es opaca, aunque no impenetrable. Gobiernan. Pero no tienen claro las diferencias entre las esferas financieras, judiciales, culturales. Son motociclos rotando en el interior del globo de la muerte.
Ante este panorama algunos siguen insistiendo en que Lula se equivocó al dar muy tarde la habilitación a Haddad, en no aliarse con Ciro Gomes, y sobre todo, en no percibir qué significaba la fulmínea palabra corrupción aplicada a todo un ciclo histórico. Hay un pensamiento que no se detiene ante la dislocación a que produce la tal palabra corrupción, una como hecho judicial investigable y otra como poética de lo nefasto, campaña purificadora contra el Mal operada desde gabinetes secretos que elaboran como pan caliente la glosa aséptica o la tortura catártica bajo la cual deberán vivir los pueblos. Todo lo que he argumentado en torno a la ruptura del viejo interés objetivo con la asunción subjetiva de ese interés en discursos o convicciones íntimas, se jugará en las próximas elecciones en nuestro país, tan fundamentales como que, si de da vuelta la taba, lo que esperamos que ocurriera en Brasil y no ocurrió, puede ocurrir en la Argentina.
Aceptemos que no encarnamos la “intentione recta” del interés social. ¡Es que no existe! En cambio, podemos decir que somos los que podemos restituir el interés desinteresado en un vasto grupo humano, en una nación entendida como un modo permanente de revisión de su temporalidad o su singularidad más plausible. Debemos emerger desde el fondo del mar o desde la catadura interna de nuestros propios males. Somos los brutalmente acusados, pero no buscamos vindicta. Por ejemplo, los que pensamos que Cristina tiene que presentarse con su candidatura presidencial, no lo pensamos en términos de política convencional, como rostro visible de un frente -aunque eso mismo es lo más probable que debería acontecer-, sino muy especialmente porque al ser los que tenemos mucho para decir y mucho que retrabajar sobre las explicaciones mal dadas en torno a los tiempos de que somos testigos y actores, ronda sobre nosotros, por el solo hecho de mencionar un nombre donde convergen pasiones, misterios y azares, la necesidad de demostrar que la vida popular puede librarse de su propio ser ventrílocuo. El que le infieren para que hable de lo que no piensa y piense de lo que no habla. Es decir, proponemos para comenzar el recorrido, un nombre no cotizable como mercancía o habladuría, para replantear el hiato entre lo diverso del interés común y lo diverso de las formas que deben manifestarlo con convicción y coherencia.
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