lunes 05 de noviembre de 2018
Maru “Catira”, la sindicalista Rappi
Rappi, la empresa colombiana que desembarcó en la Argentina hace pocos meses prometiendo un servicio perfecto de delivery, no imaginó que estaba generando el germen de una nueva forma de organización laboral sindicalizada pese a la flexibilización. Maru, de 25 años e hija de un encargado de edificio y una empleada doméstica, se convirtió en la Secretaria Adjunta de la incipiente Asociación del Personal de Plataformas (APP). Sus compañeros venezolanos la apodaron, en honor a ser rubia, Catira. “Escuchen a la Catira, ella sabe. Tenemos que hacer algo”, dicen.
Fotos: Joaquín Salguero
Un grupo de diez personitas naranjas ranchea en la esquina del shopping Abasto, en pleno mediodía, en el MacDonalds. Están charlando mientras guardan los combos de comida chatarra en sus súper cajas también naranjas. Entre todos los varones se asoma un pelo rubio, bien rubio y largo, que combinado con el gorrito también naranja genera un efecto fluorescente. María Belén o Maru, como todos la conocen, es de las pocas mujeres que van en bici a todos lados llevando y trayendo pedidos de Rappi: la empresa colombiana que desembarcó en la Argentina hace pocos meses prometiendo un servicio perfecto de delivery, sin saber que estaba generando el germen de una nueva forma de organización laboral y de una camada de trabajadores dispuestos a dar batalla. Como Maru, que con 25 años y sin siquiera imaginárselo, se convirtió en la Secretaria Adjunta de la incipiente Asociación del Personal de Plataformas (APP), que ya inició los trámites en la secretaría de Trabajo de la Nación para convertirse en un sindicato.
Nace una sindicalista
La ecuación le cerraba. Maru ya estaba harta de trabajar en el rubro de la gastronomía, como moza y que le pagaran mal por jornadas eternas, con francos rotativos y que no le permitieran estar con su hijo de 7 años criándolo como madre soletera. Además, había abandonado el profesorado para ser docente de jardín porque no podía con todo. Hija de un encargado de edificio y una empleada doméstica, porteña y del barrio del Abasto, Maru escuchó con atención cuando su hermano — árbitro de fútbol — le dijo que estaba viendo muchas personitas naranjas en bicicleta. Había averiguado que podían ir a una capacitación para ellos también trabajar de manera “independiente” repartiendo pedidos. Maru nunca había reparado en ellos y dijo que sí, total no tenía nada que perder.
Como todas las madres, tenía que hacer malabares con su hijo que, además, está entrenando en un club de fútbol del barrio de Boedo porque quiere ser futbolista. Necesitaba un trabajo que le permitiera flexibilidad con los horarios, entonces escuchó con mucho entusiasmo cuando en la capacitación les dijeron que ellos se convertirían en “microempresarios”. Oyeron atentos, Maru un poco más entusiasmada que su hermano, que apenas terminó y pese a que le dieron su ID — el número que lo habilitaba a entrar en el circuito del delivery — dijo literalmente que le parecía una “truchada”. Cuando supo que tenía que comprarse la caja naranja con plata de su bolsillo, que tenía que ser monotributista y que ganaría nada más que $35 por cada viaje en bicicleta (más la propina), huyó despavorido. Pero Maru le dio una chance. Quiso creer en lo que le habían dicho los “capacitadores” de la empresa colombiana: que ella sería dueña de su tiempo, que iba a ganar mucha plata porque iba a poder hacer muchas entregas, que no tendría jefes. La aplicación de Rappi, según los mismos dueños, era tan solo un “facilitador” entre los Rappi-tenderos (así se denominan a los que van en bicicleta), los “aliados” es decir, los restaurantes y los clientes. Un eufemismo para no tener a trabajadores en blanco ni pagar cargas sociales. Ni tampoco hacerse cargo de cualquier tipo de accidente — que suceden a diario — con las bicicletas. En fin.
Maru arrancó expectante. Las primeras semanas fueron mejor de lo que esperaba. Si bien el trabajo era muy arduo, todos los rappi-tenderos tenían la posibilidad de elegir ellos la cantidad de viajes y en qué zonas trabajar, lo que les permitía, por ejemplo, armarse su propio circuito poniendo de a varios pedidos a la vez si les daba el radar. Pero en el mes de julio, sin previo aviso y de un día para el otro, la aplicación cambió rotundamente. Ahora los rappi-tenderos no tendrían la libertad de elegir qué pedido llevar sino que la aplicación les asignaba los pedidos. El discurso de la “independencia” laboral había llegado a su fin más rápido de lo esperado. Ahora la “plataforma” les asignaban los envíos. Todos se alarmaron. Porque ahora no dependía de ellos organizar sus propios tiempos. Quisieron hablar con la empresa pero la respuesta que tuvieron fue: “Las cosas cambian”, inspirados tal vez, en el “pasaron cosas” de la la boca del propio Presidente de la Nación. Lo cierto es que esto generó un enorme malestar que derivó, indefectiblemente, en socializar el problema. La propia empresa generó el caldo de cultivo para que sus trabajadores, en los tiempos muertos que tenían, empezaran a organizarse.
— Escuchen a la Catira que ella sabe.
— Tiene razón la Catira, tenemos que hacer algo.
Catira es “mujer rubia” en la jerga venezolana. Y así fue como Maru pasó a ser para todos sus compañeros, en su mayoría hombres y de origen caribeño, la Catira que les cantaba la posta. Porque ser argentina en medio de tantos latinos, muchos de ellos incluso sin papeles, le daba una legitimidad extra.
Maru no tenía ninguna experiencia ni política, ni social, y menos que menos, sindical. Pero tenía una sola cosa en claro: no estaba dispuesta a que la pasen por encima. Quería hacer justicia.
Esas reuniones informales pasaron a hacerse de manera más orgánica, en las plazas representativas de los barrios, en los tiempos muertos que tenían. Y de esos encuentros salió la primer medida: un paro en el día que más le molestaría a la empresa: un domingo.
La Catira y sus compañeros estaban expectantes, juntos, en cada plaza. Preparados, listos, ya. Todos, al mismo tiempo, prendieron la aplicación, pero el pacto era que ninguno tomara ningún pedido. Los teléfonos empezaron a vibrar. Nadie hacía nada. En la era de las nuevas formas de trabajo a través de un celular, no responder es parar. De repente, empezaron a ingresar llamados, el remitente era directamente desde Colombia.
— ¿Podrás ir a llevar este pedido?
Ellos decían que no, que se les había roto la bicicleta, que justo ese día estaban de franco. El teléfono entonces sonaba para otro compañero, que ponía la misma excusa. Estaba funcionando. Los trabajadores de Rappi le estaban haciendo el primer paro a la empresa. Se sacaban fotos y las iban compartiendo en los grupos de Whatsapp. Estaban felices y sentían una adrenalina especial. Porque además, el hecho de que los llamaran por teléfono — algo que nunca había pasado y que no estaba en los términos y condiciones que habían firmado — evidenciaba efectivamente lo que ellos ya sabían: no eran micro-empresarios ni micro-emprendedores (dos palabras que gustan mucho los macristas), no manejaban sus tiempos. Eran trabajadores explotados por sus patrones.
Al día siguiente fueron recibidos por la empresa. En una reunión que duró cinco horas, Maru era la única mujer y la única argentina en esa mesa. No lograron nada. La patronal seguía firme en su postura. Pero ellos ya no eran los mismos. Lo que habían logrado con ese primer paro era, sobre todo, armar un colectivo.
Lo que nunca se hubieran imaginado — o sí — era que unas semanas después a Maru la bloquearan indefinidamente. La empresa puede bloquearte por muchos motivos: o porque tenés un exceso de dinero que no depositaste (sí, los trabajadores tienen que ir a un rappi-pago a depositar plata si es que los clientes abonan en efectivo) o por alguna pelea con algún cliente o con los restaurantes. Con la excusa de que Maru había tenido un pequeño altercado con el dueño de una heladería — algo que ella misma había informado a la empresa y le habían dicho que no pasaba nada — la bloquearon. Otro eufemismo para no decir que la echaron, porque hasta que no deshicieran esa acción estaba inhabilitada para hacer pedidos.
— Estoy segura de que fue una represalia porque fui la vocera y la que más me impuse desde aquel primer paro. Y porque soy mujer y argentina. Hay un sesgo de machismo también en eso. A la empresa no le conviene tener a personas como yo. — reflexiona Maru.
Y es que llama la atención el episodio, sobre todo, porque a Roger Rojas, su compañero y también vocero y cara visible del conflicto, no sufrió ninguna consecuencia.
Pero ella no bajó los brazos y redobó la apuesta. Ya estaba en el baile y dispuesta a todo. Asesorados por abogados laboralistas, en acuerdo con otras plataformas como Glovo y Uber e incluso en diálogo con otros trabajadores de otros países como España y México, decidieron armar su propio sindicato: Asociación de Personal de Plataformas que fue presentado en la Secretaria de Trabajo de la Nación. Roger Rojas se anotó como Secretario General y Maru, como Secretaria adjunta de la comisión directiva, la número dos.
No es poca cosa: el hecho de que sea mujer también es un condimento especial. Hay pocas mujeres haciendo repartos en bicicletas. El trabajo es hostil. Pedalear todo el día, y sobre todo de noche, expuesto permanentemente a los accidentes y a los robos — Maru sufrió un episodio violento con armas que la dejaron sin bicicleta — son repulsivos.
Pero lejos de achicarse, la fortalece. Con una bicicleta prestada, sorteando las trabas que le pone la empresa, haciendo malabares con su hijo, la “Catira” Argentina plantó bandera. Y ya no hay vuelta atrás. No hay eufemismo que pueda contra los trabajadores organizados y dispuestos a pelear por sus derechos.
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