lunes, 22 de mayo de 2017

Brasil, Argentina y el pensamiento mágico

lunes 22 de mayo de 2017




Informe especial




Brasil, Argentina y el pensamiento mágico







Los paralelismos entre ambos países son más que lo que parece. La crisis no perdona a ninguno. Brasil cae en picada. Argentina está sumergida en una estanflación de efectos sociales que empiezan a ganar dramatismo. Y los escándalos de corrupción afectan a oficialistas y opositores.
  

                                         Por        Ernesto Tenembaum


En los últimos tiempos, en América Latina, se instaló una idea un tanto simplista sobre el futuro. Esa idea sostenía, básicamente, que nuestros países se habían atrasado y complicado mucho por una serie de políticas equivocadas, ejecutadas por gente desagradable, que iban a contramano de la sensatez y de las demandas del mercado. Y que todo consistía en poner las cosas en su lugar: correr a los desagradables y colocar abajo lo que estaba arriba y viceversa.

La crisis que ha estallado, una vez más, en Brasil, y la dificultad de la Argentina para encontrar un rumbo de crecimiento económico, demuestran con bastante contundencia que, en realidad, las cosas eran mucho más complejas y dolorosas, o sea, que aun cuando el rumbo elegido por ambos países fuera correcto o inevitable -- algo claramente muy opinado -- se tratará de un camino escabroso, largo y lleno de dificultades. Mejor acostumbrarse y ser serios que prometer una fiesta que no va a llegar.

Como ocurre ante el estallido de toda crisis, ya existe una dura batalla cultural para explicar su causalidad, establecer una cadena de culpas y sugerir por tanto una salida. Las teorías dominantes sostienen:
-- Que la corrupción del PT fue un factor central, ya que, se trató de la fuerza dominante durante quince años y, hasta Michel Temer llegó al poder gracias a sucesivas decisiones de Lula;
-- Que todo se desbarrancó cuando las sucesivas políticas de ajuste de Dilma produjeron un deterioro de la economía, que quebró al sistema de poder y todo terminó por los aires;
 -- Que el sistema brasileño obliga a corromperse a cualquier líder reformista que pretenda gobernar el país;
-- Que la crisis obedece a las características corruptas de los líderes del mítico empresariado brasileño:
-- O que todo se debe a la derecha, que está tan corrompida, o más, que el ex oficialismo petista.

Escuchar todas las teorías que confrontan por la verdad es un buen ejercicio porque permite entender las múltiples causas que explican un desastre en el que, en realidad, todos los actores están manchados y todos, al mismo tiempo, tienen parte de razón, sobre todo cuando hablan de los otros. Y que, así como falló la mera idea de que reemplazando a Dilma todo se solucionaría, es muy probable que también fracase quien crea que solo con la designación del nuevo presidente las cosas se resolverán. No necesariamente los problemas de un país, o de un continente, tienen solución: pero si la hubiera, en este caso, no parece ser un desafío sencillo.

Brasil y la Argentina suelen atravesar períodos que tienen muchos rasgos en común, pero también sus diferencias, que en las últimas décadas los favorecieron, claramente, a ellos. En los noventa, aquí y allá se aplicó el recetario ortodoxo. Pero a ellos les tocó un respetable sociólogo que se llamaba Fernando Henrique Cardozo, y a nosotros Carlos Menem, un personaje pintoresco e inescrupuloso. Luego, Brasil tuvo un líder obrero, que había resistido a la dictadura, y a todas las tentaciones. Y nosotros una pareja multimillonaria que había participado de la fallida fiesta de los noventa.

Ellos pudieron enfrentar con una devaluación controlada la crisis que llevó de una cosa a la otra. La Argentina, en cambio, quebró y fue el patético país de los cinco presidentes en una semana. En el último siglo, por si fuera poco, nosotros pasamos de ser promesa de potencia a rebotar de crisis en crisis, mientras ellos crecían hasta ser una referencia mundial, uno de los BRICS. Y si uno se extiende más allá, ellos tuvieron una dictadura industrialista mientras la nuestra batió records en la destrucción del aparato productivo, y en sadismo criminal.

Ahora, pareciera que las cosas se invirtieron. Dilma no dejó el poder luego de una derrota electoral sino como consecuencia de un tumulto de diputados que la empujó al abismo, ese montón de fascistas, fanáticos de todo pelaje, oscuros predicadores del evangelio, ladrones que acusaban a otros ladrones de ser ladrones. Al lado de ese desastre, la transición argentina fue casi noruega. La negativa de Cristina de entregarle la banda presidencial a Macri parece una pequeña anécdota infantil al lado del nuevo estilo político brasileño. Si hasta da ganas de cantar "decime que se siente".

La exótica fortaleza institucional argentina contrasta también con la tragedia social y política venezolana y hasta con la violencia que azota México. Aquí no se derriban gobiernos, ni es un hábito el asesinato de periodistas, ni los opositores son detenidos masivamente, o mueren en manifestaciones, o se cierran medios de comunicación o se suspenden elecciones.

Sin embargo, hay muchos más paralelismos que diferencias. La crisis no perdona a ninguno. Brasil cae en picada. Argentina está sumergida en una estanflación de efectos sociales que empiezan a ganar dramatismo. Con distinto grado, los escándalos de corrupción aquí y allá afectan a oficialistas y opositores, corroen toda esperanza racional. Y aunque la tensión política es más extrema en Brasil, la diferencia es en los márgenes. Basura, dictadura, golpista, comunista, ladrón, traidor, mercenario, vendepatria, canalla, o. simplemente, hijo de remilputas, esos adjetivos que se escuchan en Copacabana son, también, los que enferman la política argentina, en las altas esferas y en la ardua discusión cotidiana.

En el medio de todo esto, como si fueran aprendices de brujos, los líderes explican que hay un sola y única solución para la crisis: ellos mismos!!!. Y que los otros, en eso coinciden todos, son unos canallas (forros, dijo CFK).  Así como para algunos, todo se trataba de cambiar a Cristina por Macri, otros sugieren que apenas hay que realizar la operación inversa.

Vaya uno a saber.
Pero parece demasiado lineal.
Los noventa marcaron en América Latina el fracaso de las ideas privatistas y desreguladores. Los primeros lustros del nuevo milenio dejaron como herencia los límites de las políticas distribucionistas y una fuerte sensación de haber perdido una oportunidad única, la de la dramática recuperación de los términos de intercambio que favorecieron a los gobiernos de entonces. En poco tiempo, ya se pueden ver los efectos políticos y sociales de las políticas de ajustes que siguieron.

Nadie tiene la verdad.
Nadie tiene la solución.
Nadie sabe como sigue esto.
No es mucho, pero para tratar de entender algo, tal vez haya que empezar por ahí.
Se siente, se siente, Nadie presidente.







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