jueves 1º de noviembre de 2018
CONTRATAPA
Proust, en Plaza San Martín
Reconoce Proust que el día no está muy cristiano para dar una vuelta. Hace frío, aunque no tanto. Llovizna suave, y de manera muy tentadora. Podría serle fatal un paseo así. Lo sabe, pero la necesidad de perder el tiempo en un bar es más fuerte y atractiva; le surgió natural, con la misma fuerza de aquella lejana mañana en la que tuvo en claro que el nombre de su inmensa obra: “En busca del tiempo perdido”, era el preciso; tanto y tanto darle vueltas hasta que al final entendió que el que había sido primero y tentativo, a la postre resultó el título ideal. Estar ya en la última etapa del nuevo libro, hace que Proust quiera celebrarlo escuchando ruidos de autos y colectivos y ambulancias y estudiantes gritando y carteles publicitarios convocando y policías presagiando. Oh, ciudad soñada, queridas avenidas, necesarios comercios y negocios, imprescindibles librerías, galerías de arte, iglesias, personas, almas desesperadas por un poco de afecto, ¿qué más?... Proust sabe que su fragilidad física no está facultada para este combate que se propone aunque sintiéndose espiritualmente impulsado por algo superior que lo insta a jugarse, a cumplir una despedida simbólica que él mismo se niega a descifrar porque sabe que antes del final el cuerpo es dominado por un entusiasmo afectuoso y optimista dejando atrás los pronósticos severos de salud física que precisamente aconsejan lo contrario: moderación y cuidado extremo en las ocurrencias señaladas; y mucho más ahora que la criada se ha tomado el día urgida por trámites personales. Pero afirma su decisión. Así que ingresa en el sobretodo, enlaza la bufanda, encasqueta el sombrero y descendiendo en el ascensor se pone los guantes. Saluda al portero que lo mira como si fuera una aparición y entra en la calle. La brisa le contrae el rostro y los bigotes se le entiezan, no lo cree necesario pero abre el paraguas protector y pasea por Buenos Aires sabiendo que tiene una deuda con la gente que lo cruza y desconoce. Pasea por Florida y plaza San Martín. Se detiene ante el monumento. Piensa que su próxima novela bien podría ser la vida de este militar que su padre Adrien tanto admiraba y tantas historias le había contado. Su padre, siendo estudiante de medicina, había tenido la ocasión de conocer al militar retirado en la Villa de Grand Bourg en Essonne, gracias a la amistad de sus abuelos con el Marqués de las Marismas del Guadalquivir, íntimo amigo del general San Martín. Sí, no estaría mal una novela sobre el libertador de Sudamérica. San Martín viviendo hoy en una Argentina que aún busca su destino. Proust ve afiches publicitarios en un teatro y se jura asistir apenas el pecho deje de molestar. Se detiene obligado por la falta de aire. Sus ojos hacen una panorámica en busca de un bar a mano. Allá uno, bien. Va y entra. Por suerte un cartel indica que los baños están arriba subiendo la escalera. Proust trepa como puede y en el baño se refresca el rostro. Golpea los cachetes para que adquieran color. Al sentirse mejor baja y elige una mesa sobre la ventanilla. Le agrada ver a la gente corriendo detrás de su destino. Pide té con una magdalena, y de inmediato se corrige: una medialuna, por favor. Sí, fue una osadía salir con un día así. Pero igual me siento bien, como en otros tiempos cuando me largaba a verificar una enredadera en lejanos barrios para describirla con precisión, así que, como dicen estos argentinos: sarna con gusto no pica. Llega el pedido. Está escrito que debe humedecer la medialuna para que se produzca el suceso que lo catequice en taumaturgo de esta ciudad. Proust apenas bebe un sorbo, que no degusta. No humedece la medialuna. No se siente bien. Deja el dinero y se retira. No estoy muy lejos. Podría volver en taxi. Camina con las pausas necesarias. Cuando el pecho le regaña se detiene. Luego sigue, lento, cuadra a cuadra. Llega triunfal. Haber vuelto en taxi hubiera sido reconocer el fracaso. Aún puedo. El portero al verlo algo transpirado se inquieta. ¿Se siente bien, señor Proust?... ¡Claro que sí!... Y sube en el ascensor con la cabeza erguida. Ya en el cuarto debe decidir si ordena el desparramo de papeles, va al baño, llama al servicio de cable, o se echa en la cama a descansar hasta mañana que vendrá Celeste para solucionarle todo. Lo primero es lo primero. Va al baño y hace pis; se refresca el rostro y observa desazonado los ojos de quien lo mira desde el espejo. Vuelve al cuarto y enfrenta la computadora. André Gide se la regaló en el último cumpleaños asegurándole que tendría montones de ventajas, que ya no tendría necesidad de andar pegando papelitos recordatorios ni agregados con alfileres en las páginas de la novela. Ahora, con sólo hacer un clic con el ratón tiene los beneficios del diccionario, además de ahorrar papel y tinta, ganar en orden, y muy expeditamente saber dónde se me quedó tal personaje por si me es necesario traerlo para destrabar este capítulo que se me enquilombó sin darme cuenta... Se siente muy cansado. Acomoda el edredón y se acuesta. ¿Y si a San Martín lo hago tanguero, fana de Gardel para llevarle la contra a Borges?... No estaría mal... Podría ser... No estaría mal que el gran libertador introdujera la magdalena-medialuna en el té repitiendo la invocación de Sarmiento a Facundo... No estaría mal... Y cuando San Martín la humedece, escribo que sufre una conmoción y comprende de raíz los padeceres de la Argentina. Eso. ¡Un milagro!... Proust sonríe satisfecho a pesar de no respirar bien. Y sabiendo que al menos lo hecho, hecho está, sin apuro, va cerrando los ojos con la seguridad de saber que está muy solo, aunque parezca que hubiera alguien más rondando cerca, pero no, a lo sumo podría ser una alusión, algún personaje insatisfecho y presuntuoso... Nada preocupante en este muy largo y bondadoso sueño...
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