Lamentablemente los argentinos nos hemos acostumbrado a una vida cívica y comunitaria sometida en forma permanente a tironeos institucionales, "grietas" ideológicas, rencores nunca resueltos, excepticismo frente a los proyectos sociales o grupales, egocentrismo autodestructivo y la búsqueda poco encomiable del atajo o pasadizo desconocido destinado a asegurar el mejor destino de uno sólo.
En una sociedad sana que alguien esté mucho mejor que su grupo obligaría a revisar los caminos como para acelerar el desarrollo social de los rezagados, en el nuestro, la desigualdad solo genera el nacimiento de los anticuerpos necesarios como para asegurar las ventajas obtenidas en cabeza del privilegiado.
A cualquier visitante, de esta u otra galaxia, le costará mucho detectar dimensiones en nuestro país en las cuales se advierta lo que en el derecho comercial se denomina afectio societatis, un sentimiento de pertenecer a un grupo, a una comunidad de intereses, de vida.
Sin embargo, nada es más grave como sociedad que haber decidido por acción u omisión renunciar a que nuestra comunidad se encuentre regida por ciertas reglas básicas, esenciales, que hacen al derecho a agruparnos bajo el prisma de la dignidad humanada de cada uno de los individuos que integran el conjunto.
Nada me daría más autosatisfacción que la formulación en positivo al estilo del presidente Raúl Alfonsín de que con la democracia se come. Estas décadas han puesto en crisis ese aserto. Sin embargo, nadie podría quitarme el derecho de formular una idea parecida aunque en la forma negativa, mucho menos entusiasta: sin estado de derecho, sin democracia, sin estar regidos por los principios básicos republicanos, no tiene sentido vivir en comunidad. Es más, hasta podríamos decir que vivimos en comunidad justamente por ello, para asegurarnos de que a donde vamos nos acompaña siempre como un ángel guardián un sistema de garantías personales.
En ningún país la confianza, nuestro vecino se va a ocupar de ser un buen guardián de la vigencia del principio de inocencia, la igualdad ante la ley y el derecho a defenderse es una garantía suficiente. Para ello están los jueces, los jueces de la Constitución.
En las últimas horas nuestros vapuleados corazones sintieron un nuevo impacto al enterarse que dos camaristas han criticado y sacado a un juez de un caso debido a que no había reaccionado con rapidez y energía positiva a un pedido de captura y encierro de un inocente formulado por el fiscal.
Imagino ahora el temor de los jueces que en el futuro. Es decir, hoy mismo deben resolver los casos guiados por la regla que dice que el imputado es inocente y no debe ser castigado hasta tanto no haya una sentencia firme de condena (art. 18 de la Constitución Nacional). La regla si bien no esta presente en la tapa de un multimedio, se encuentra en un lugar relevante de nuestras vida cívica: nada menos que en la Constitución Nacional.
Lo que sucedió es grave. En pueblos institucionalmente inmaduros esa gravedad se detecta cuando ya es tarde: se advierte sólo cuando el ardor de la injusticia afecta nuestra piel. En sociedades más maduras hay detectores que advierten del peligro mucho antes: por ejemplo "ahora", "ya mismo".
Como lo he dicho hace poco:
– Las garantías y los principios fundamentales no tienen grandes defensores. Tampoco tienen mayorías ni siquiera minorías. Ellas no tienen detrás el dolor de las víctimas con nombre y apellido sino el sufrimiento de miles, millones, anónimos y normalmente despreciados. Las garantías no tienen ejércitos, ni pequeños ni grandes. Los principios fundamentales del derecho penal no gozan de las simpatías de la comunidad, ni de los medios de comunicación.
– Las garantías no necesitan tener enemigos muy importante, ni cultos, ni prestigiosos, ni elegantes. Alcanza con pronunciar con voz enérgica las palabras que con mayor mezquindad apuntan a las peores sombras de nuestras consciencias comunitarias. Ellas no convocan grandes multitudes a las calles: nunca hemos visto una columna del principio de legalidad en una manifestación, ni abrirse paso entre la gente otras columnas del principio de inocencia o de la defensa en juicio.
– Las garantías son demonizadas por el autoritarismo en los gobiernos de derecha y son tapadas por la demagogia de los gobiernos de izquierda. A las garantías, señores jueces, se les hace pagar el costo de la impunidad y de la ineficacia judicial. Las garantías, señores magistrados, no tienen nada ni nadie que los defienda… ni siquiera tienen operadores… ni bien ni mal intencionados.
– Las garantías y principios tienen un pasado muy corto en la historia de la humanidad pero no sabemos si tienen futuro. Pero hay algo que hasta ahora mantienen las garantías y principios fundamentales del derecho constitucional: ellas poseen, señores miembros del Tribunal, una sola cosa nada más.
– Las garantías tienen jueces, jueces también de la Constitución. Por eso viven, por eso sobreviven. No le quitemos a las garantías y principios lo único que les queda de patrimonio y que atesoran con conmovedor cuidado: no les quitemos a los jueces.
* Maximiliano Rusconi es Doctor en Derecho (UBA) y profesor titular de la cátedra de Derecho Penal (UBA). Es abogado de Julio de Vido, ex ministro de Planificación Federal.
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