En el país de las delegaciones…
Dr. Fabián G. Mié
fabiangustavomie@gmail.com
Investigador CONICET.
UNLitoral
fabiangustavomie@gmail.com
Investigador CONICET.
UNLitoral
En el país de las delegaciones vivimos perpetuamente en una graciosa adolescencia civil.
Ocurren cosas gravísimas, que a la buena conciencia de los ciudadanos espanta, espeluzna,
episódicamente; pero siempre hay un delegado a mano para cargar con la responsabilidad de l
a comisión del hecho; generalmente, esos delegados son identificados, influencia de las clases
dominantes mediante, como portadores de rostro, delincuentes de baja estofa, gente mentalmente
desequilibrada, otra a la que no le tocó el turno del correctivo de la mano dura, y personajes así.
Sin dejar de lado la consideración de las influencias en la creencia en estos juicios, que los argentinos
soltamos rápidos como pocos, la sociedad en su conjunto corre a buscar culpables, y los encuentra
donde siempre, es decir, no en su propio seno, sino en su periferia, en los inadaptados de todo tipo,
a los que conviene penar, castigar y privar de derechos.
A través de esa operación civil en la que hemos llegado a ser verdaderos campeones del mundo, a
juzgar por la unanimidad y contundencia con la hacemos goles en el arco de echar culpas, los
argentinos nos libramos de los males, que son siempre externos, exteriores, y, según el nuevo
gobierno, hasta extranjeros; y así cerramos la herida social, aunque ésta se abre cada vez con más
frecuencia.
Pero nosotros la convertimos en episódica. Hablo de la herida que se produce cuando abusan y
asesinan a una mujer, o cuando arrojan como auténtica basura a un hincha en la tribuna de Belgrano
en un bendito, ¡bendito!, clásico con su archirrival, con la activa participación de otros hinchas, al
grito azuzador de '¡Es hincha de Talleres!'
Los delegadores, es decir, nosotros, los argentinos, corremos prestos a encontrar fácilmente la culpa
de estos hechos, otra vez, en el exterior: declamamos juiciosamente que no es la conducta social que
se privilegia y premia la que, en una exageración de la misma, pero en la misma línea de conducta,
lleva a arrojar como basura a un ser humano. ¿No!, faltaba más. Al fin y al cabo, éste es el país que
se tragó el sapo de que somos derechos y humanos. Esos son inadaptados hinchas de fútbol o un
sádico violador, no la buena gente de la calle, del común que habita en los barrios pobres y en los
ricos.
Y sin embargo, este tipo de cosas ocurren entre los ricos y los pobres. Me refiero ahora a las líneas
de conducta que precisamente no generan nuestra reacción, ni siquiera una mínima reacción
episódica, pero que, llevadas a un extremo, pueden generar esos otros episodios trágicos que sí la
generan.
Hay alguna película reciente que bien retrata que somos una sociedad al borde de generar episodios
trágicos, pero no episódica, sino constantemente.
Eso nos viene caracterizando cada vez más y mejor, y no a los que caen en prácticas delicuenciales,
sino a todos… aunque las responsabilidades las debe asumir, ciertamente, cada uno, porque delegar
al universo es otra práctica consuetudinaria entre nosotros.
Esta especie de odio social de patente argentina no reclama delegados curanderos, menos aun
aquellos que, viniendo con cuentos orientales, nos quieren vender globos amarillos adoptando una
posición zen, mientras declaman una tolerancia chirle llamada a amortiguar sus propias decisiones,
que no hacen más que incrementar las desigualdades entre los ciudadanos y desmembrar todavía
más nuestro raído tejido social.
No hace falta tener a la mano una respuesta como un látigo para decir qué necesitamos.
Tal vez lo que hace falta es que dejemos de delegar, dejemos de reclamar a la justicia lo que no
solucionamos cada uno en la cocina de su casa.
La espantosa violación y asesinato de una muchacha, o el tirar por la baranda de un estadio a
un hincha de fútbol previo golpearlo en la cabeza bestialmente no son asuntos que debieran despertar
en gente que ya no es adolescente un nuevo reclamo a la acción externa de la justicia y a la
intervención policial.
Esas intervenciones, tarde o temprano, mejor o peor, se darán. En cambio, creo que lo que reclaman
estos hechos que nos están sucediendo es que nos hagamos cargo de la cantidad de otras acciones en
las cuales, de una u otra manera, estamos diariamente involucrados y que, bajo circunstancias
dramáticas, trazan una línea que puede conducir a episodios trágicos como esos. Lo que importa,
además del episodio trágico, es la línea que puede conducir a él. Y allí ya no nos cabe delegar
responsabilidades.
No fue otro sino Kant, en su escrito de 1783, Beantwortung der Frage: Was ist Aufklärung?
(Respuesta a la pregunta: ¿Qué es la Ilustración?), quien advirtiera que la minoría de edad, en la que
cómodamente se empeñan en vivir los mayores, esquivando hacerse cargo del uso de su propia
razón, siempre tiene como salvoconducto el reclamo a los tutores.
17 de abril de 2017
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