miércoles, 7 de diciembre de 2016

Miedo, libertad y ciencia en la Argentina actual



Miedo, libertad y ciencia en la Argentina actual





Por    Dr.  Fabián Mié



He leído hoy dos observaciones para mí muy inquietantes y cuya posible relación me gustaría por un minuto explorar. Una es la del Ministro de Ciencia, que señala que ningún país con una pobreza alta ha aumentado su presupuesto en ciencia (dejo los detalles porcentuales e históricos de lado). La otra es una respuesta al comentario que hace probablemente una becaria o investigadora joven del CONICET sobre la relación entre inversión estatal en ciencia y técnica y progreso y bienestar social en los países desarrollados. Esto último viene a cuento por la interrupción del programa de crecimiento en la incorporación de becarios y del plan científico que se había trazado hasta el año 2020. La respuesta al comentario al que me refiero señala, palabras más o menos, que quien quiera hacer ciencia, que la haga y se la pague, pero que quien prefiere tomar birra, puesto que no pide que se la paguen, está en su derecho a reclamar dejar de contribuir con sus impuestos al presupuesto público en ciencia.

            Ciertamente, las dos observaciones citadas son de diverso calibre, y de distinta responsabilidad. La respuesta obvia al señor que prefiere la birra antes que la ciencia es que la birra se hace con ciencia, se transporta con ciencia y se consume con ciencia: química, física y salud están implicadas y son todas ciencias. La conclusión sería: Ud. se equivoca, porque la ciencia es imprescindible, como lo prueba el hecho de que incluso ese hombre usa internet y computadora para intervenir defendiendo sus gustos personales. Esa réplica me parece inapelable. Quizá si uno saliera a la calle con un cuestionario en mano y preguntara al azar a los transeúntes acerca de quién de los dos cree que tiene razón, el resultado sería abrumadoramente favorable a la ciencia por sobre la birra.

            Pero incluso concediendo esto, en el bebedor de birra hay dos cosas que están en la base de un marcado comportamiento social: la apelación a la libertad. Claro que nadie le pide al bebedor de birra que deje de hacerlo para entregarse a la ciencia. Que cada quien haga lo que quiera. Pero el bebedor de birra no quiere subvencionar, como contribuyente, la ciencia, porque esgrime que es un tipo de actividad susceptible de ser comparada con beber birra. Por eso pide que lo eximan de tener que subvencionar a los científicos.

            Hay una serie de réplicas similarmente inapelables a este razonamiento, por ejemplo, que si un día el exceso de birra lo conduce a un coma alcohólico, probablemente acudirá a un hospital para que lo sometan a un tratamiento médico. Y otras réplicas de similar tenor. Pero hay también otro aspecto. ¿Qué lleva a una persona a poner en paridad ciencia y birra, y a defender a ultranza un reducto libertario en la autodeterminación de su conducta, que reclama no ser obligado a seguir contribuyendo (quizá sí moderadamente, pero no excesivamente) con sus impuestos a la ciencia subvencionada por el Estado? Creo que lo que lleva a esa persona a razonar de esa manera es la noción de libertad que enarbola y las pasiones o emociones que esa noción lleva asociada. Me parece también que esa noción de libertad y las emociones asociadas a ella tienen una amplísima aceptación social entre nuestros conciudadanos.

            Se trata de la vieja idea de libertad que llevó a concebir el Estado como mínimo y básicamente como un garante de la seguridad y de la actividad privada de sus ciudadanos. Actualmente, los ciudadanos de ese Estado se conciben como emprendedores, inversores, accionistas; sus derechos consisten, básicamente, en que sus intereses privados se vean resguardados. Es pura consecuencia de ello la opción por sistemas previsionales privados de capitalización en contra de sistemas solidarios de reparto, pero también por un sistema científico que se fondee a través de las empresas privadas y sólo mínimamente por la inversión pública a través del Estado. Esa idea de libertad y Estado inscripta en la tradición liberal clásica ha llegado a una situación de perfeccionamiento en la cual toda otra forma de pensamiento se tolera, ya que la tolerancia es otra de las ideas fundantes de ese tipo de Estado y sociedad política. Los campeones del neoliberalismo en mi país han hecho alarde de esa tolerancia y han catalogado indistintamente a casi toda otra forma de concebir las relaciones sociales - por ejemplo, a formas que apelan a un rol del Estado como promotor de las personas en un sentido no productivista - como nacionalismos de raíz totalitaria.

            Las emociones que se asocian a la idea de libertad del bebedor de birra son las que pueden generarse cuando no hay otros límites para el comportamiento del individuo más que las reglas sociales externas. La sociedad se concibe, entonces, como una amalgama de individuos cuyo móvil exclusivo es el deseo, y cuyos límites de expansión son los que se impongan externamente a ese deseo, ya sea de tomar birra o comprar dólares. Los valores morales son los aspectos residuales que se hallan incorporados en las reglas sociales, y básicamente su preservación es un residuo de lo que en otra tradición se llaman virtudes morales. En términos del comportamiento concreto de sus ciudadanos, el liberalismo no necesita de las virtudes morales para funcionar políticamente; le bastan las reglas y las autoridades de aplicación. De allí que, ante la encrucijada y la alternativa, se prefiera un Estado que garantice la seguridad del capital de deseos individuales y de la propiedad privada por sobre el desarrollo humano y la educación de las personas.

            Un problema principal de este Estado liberal reside en que todos los individuos se comportan emocionalmente como tiranos: el único límite que reconocen a hacer lo que cada uno quiere es el miedo a ser castigados por un poderoso de mayor tamaño, ya sea la ley o un agente capaz de replicar con una violencia mayor. Si los individuos de este Estado liberal se calzaran por un momento el 'anillo de Giges' (ver Platón, República, libro II), realizarían su deseo de comportarse como aquellas figuras estilizadas de los tiranos antiguos que encarnaban la ley en su persona, es decir, creaban la ley a medida de su deseo.

            No es ninguna casualidad que, en el marco actual de un Estado liberal perfeccionado, como se vive en Argentina, haya margen para reeditar, al máximo nivel dirigencial de la cartera de ciencia, la idea de que la inversión del Estado en ciencia e investigación es excesiva y compite con la atención que el Estado presta a la pobreza - básicamente, una atención dirigida a evitar la delincuencia que atenta contra la propiedad privada -. Estados como éste seguirán tolerando la inversión pública en ciencia y educación sólo en la medida en que la necesitan para disponer de recursos humanos, mano de obra calificada, especialistas en las diversas ramas de la producción, ya sea de maquinaria agrícola o de medicamentos. Pero en eso consistirá su compromiso; similarmente al hecho de que reducir o eliminar la pobreza es, para ese mismo Estado liberal, una meta genuina en la sola medida en que los pobres no son económicamente viables.




Córdoba, 07 de diciembre de 2016.-

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