lunes 05 de diciembre de 2016
Por Ernesto Tenembaum
El irritante doctor Lavagna
Las críticas al plan económico y la similitud con otra advertencia históricas que fue desoída.
A mediados de 1993, el menemismo arrasaba. El candidato radical a primer diputado por la Capital Federal era Rodolfo Terragno. En medio de la campaña electoral, desafió a Domingo Cavallo a debatir por televisión. Y Cavallo aceptó. En ese momento, lo de Terragno era suicida. Cavallo era el exitosos superministro símbolo de la convertibilidad. El debate fue apasionante. Terragno explicaba todo el tiempo que el tipo de cambio fijo terminaría en una grave crisis. Cavallo se floreaba. Ninguno de los cinco sentidos permitía percibir eso. Era un razonamiento demasiado abstracto sobre un riesgo demasiado lejano. Y, la verdad, Cavallo era suficientemente inteligente como para relativizar con éxito las advertencias de Terragno. La consecuencia inmediata era obvia. Los candidatos menemistas triunfaron por tanta diferencia que pocos meses después Carlos Menem lograría reformar la Constitución para ser reelecto. Pero el que tenía razón era Terragno: el tipo de cambio fijo primero generó una grave crisis social y luego la peor crisis económica de la historia argentina.
Durante la gestión kirchnerista se produjo un episodio similar. Desde 2007, varios ex secretarios de Energía advertían que se estaba llevando a cabo una política equivocada en el área, que llevaría a perder el autoabastecimiento. Que las tarifas bajas desincetivaban la inversión, que la argentinización de YPF era un estímulo para que las empresas repartieran dividendo a costa de reducir la exploración. La reacción del oficialismo era aun peor que la de Cavallo por en la década anterior. Acusaban a los funcionarios de ser lobbystas de las empresas, de haberse quedado en la década del noventa y esas cosas tan agradables. Como había recursos, y como los riesgos eran muy lejanos, nadie le llevaba demasiado el apunte a la advertencia. Total, habría tiempo para corregir las cosas. El Gobierno pareció tener razón. Y, si no la tenía, ¿por qué era votado por la gente? ¿O no es así como se define en democracia quién tiene razón? Ganó las elecciones una y otra vez. Sin embargo, el país se quedó sin energía. Empezó a pagar 10 mil millones de dólares anuales para importarla. Sin ese desastre, la restricción externa no hubiera existido, ni el cepo, ni la salida del cepo, ni tampoco las sucesivas devaluaciones.
La historia está a punto de repetirse.
El martes pasado, Roberto Lavagna sostuvo que el plan económico tiene similitudes con los que se pusieron en marcha durante la dictadura y el menemismo y que ninguno de los dos representaron soluciones para el país. Alfonso Prat-Gay, el ministro de Hacienda, dijo que Lavagna se parece a Hebe de Bonafini. La verdad que, en medio de esa polémica, es difícil coincidir con Prat Gay, porque su comparación es directamente desopilante. En cambio, la de Lavagna no lo es. Efectivamente, el proceso económico actual tiene rasgos en común con el de la dictadura y el de los años noventa. El veloz crecimiento de la deuda externa, la bicicleta financiera - la venta de dólares para colocar pesos a cambio de intereses altos con la perspectiva de cambiarlos y lograr una diferencia sustancial - la dependencia de flujos de dinero externos, el atraso cambiario, la progresiva apertura de las importaciones en tiempos de reducción del mercado interno son todos aspectos que merecen ser mirados con mucha cautela porque representan un riesgo cierto, la incubación lenta de otra crisis.
La diferencia entre este debate y los casos anteriores es que Prat-Gay no tiene la credibilidad social que, en otros tiempos, tenían Domingo Cavallo o el kirchnerismo, entre otras razones, porque el plan económico de su Gobierno ha generado más dudas que certezas, aun dentro de la Casa Rosada. Tal vez no sea su problema, o no únicamente suyo, ya que es evidente que, en determinadas circunstancias, no hay decisiones indoloras. Pero, en cualquier caso, el Gobierno, y él mismo, anunciaron cosas que no se cumplieron. A saber: la lluvia de inversiones, la reactivación del segundo semestre, el 25 por ciento de inflación de este año, la liberación del mercado de cambios sin efectos inflacionarios, el crecimiento de la inversión pública en agosto. Y tuvieron además hechos de mala praxis muy evidentes, como el diseño del plan para eliminar subsidios en tarifas públicas. Por eso, a esta altura Prat-Gay, y el resto del Gobierno, deberían debatir si el enfoque central del plan económico es o no correcto.
Teóricamente, si se corregían algunos desequilibrios, como tipo de cambio, salario real y tarifas, eso generaría un shock de confianza que desataría un proceso virtuoso de crecimiento continuo gracias a la llegada masiva de inversión. Desde otros lados, desde el principio del plan, se advertía que si se aumentaban las tarifas y se reducía el consumo, dificilmente llegue dinero de afuera porque invertir no sería negocio o, al menos, sería menos negocio que antes. A estas alturas parece bastante claro que el segundo enfoque era más razonable. Tal vez no era una alternativa. Pero a estas alturas corresponde dudar, minimamente, si esta que se implementó realmente lo es. Porque los resultados no son los previstos.
Naturalmente, el debate político tiene estas cosas. Lavagna está enrolado en un frente opositor. Sus palabras son irritantes, entre otras razones, porque no provienen del kirchnerismo, y entonces su emisor es menos vulnerable. Y si Lavagna compara a Prat-Gay con Martinez de Hoz, este puede comparar a Lavagna con Bonafini. Son cosas que se dice. El problema sería si el debate público tiene efectos privados similares a lo que ocurrió cuando Terragno debatía con Cavallo o cuando los ex secretarios de Energía advertían lo que estaba pasando: ninguno. Porque, en el fondo, la advertencia de Lavagna es razonable y preocupa a cualquier economista serio. Es posible que se esté gestando una crisis de proporciones relevantes. Mejor escuchar las advertencias antes de que sea tarde.
En estos días, por primera vez, la perplejidad empieza a instalarse en la Casa Rosada. La demora en que se produzcan los resultados esperados por el plan económico genera preguntas y nadie consigue encontrar respuestas convincentes. Los funcionarios más relevantes argumentan que se trata solo de una cuestión de tiempos, que erraron en los plazos pero no en la dirección elegida.
¿Será así?
Tal vez sea necesario escuchar a los críticos para replantear el esquema básico adoptado por el Gobierno y revisar si, efectivamente, es un problema de velocidad o de direccción.
Porque por momentos, parece lo segundo.
O, mejor, insultar. Toda advertencia siempre es malintencionada. ¿A quien se le va a ocurrir que el plan económico pueda generar efectos parecidos al de Martine de Hoz o al de Cavallo?
Por Dios.
Qué idea tan descabellada.
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