lunes, 25 de abril de 2016

Ficción mediática y golpe blando


lunes 25 de abril de 2016


Ficción mediática y golpe blando




Por     Ricardo Forster


En noviembre de 2007, en vísperas de las elecciones que le darían un contundente triunfo a Cristina Fernández de Kirchner, escribí lo siguiente que, eso creo, sigue teniendo una extraña relación con nuestra actualidad, devolviéndonos la imagen, de raíz nietzscheana, del eterno retorno de lo mismo: "¿Cuánta ficción resiste un país? O, para preguntarlo de otro modo, ¿cuánta capacidad de negación y olvido puede habitar la trama profunda de una sociedad hasta fundirse con su representación 'legítima' de la realidad? Me lo pregunto sabiendo que estas páginas terminarán de escribirse cuando caiga el telón de una jornada en la que seguramente será proclamada la continuidad del gobierno kirchnerista, aunque bajo otro mandato y, tal vez, en el interior de una inflexión política que todavía no alcanzamos a prever. Digo, e insisto con la pregunta, porque no deja de ser inquietante la manera como gran parte de la sociedad argentina, en especial ciertos sectores de las clases medias, leyeron el acontecer político absolutamente atrapadas por la lógica del discurso desplegado por los medios de comunicación. Una lógica que ha logrado naturalizar su ideología, que ha podido capturar el alma profunda y oscura de muchos bienpensantes que, después de un inicial deslumbramiento con la extraña aparición de la desgarbada figura de Kirchner, se volcaron sin medias tintas hacia el repudio generalizado contra esa misma persona a la que, en el comienzo de 2003, descubrieron sorprendidas.


Todo se volvió desmesurado y nada de lo obtenido en estos años arduos, difíciles, que entre otras cosas vinieron a curar a un cuerpo casi moribundo, fue reivindicado por la nueva mirada juzgadora de unas clases medias capaces de recuperar, sin escalas intermedias y con una velocidad sorprendente, antiguos reflejos provenientes de otros tiempos argentinos. Néstor Kirchner pasó a ser un autoritario, su forma de reintroducir la política en un país desahuciado institucionalmente, quebradas todas sus legitimidades, fue calificada como prepotente y confrontativa".


Hasta acá lo que escribí pensando en la Argentina a la que tendría que gobernar Cristina después de cuatro años de gobierno reparador de quien, como le gustaba decir, sacó al país del infierno. La pregunta que me inquietaba: "¿Cuánta ficción resiste un país?" podría, sin inconvenientes cronológicos ni anacronismos, volver a hacerse en nuestra actualidad. En el 2007 (y de un modo más evidente y decisivo a partir del 2008), recordemos en medio de tanto desmemoriado, cuando todavía el aliento fétido de la década neoliberal que estalló en el 2001 seguía persiguiéndonos, una parte no menor de la sociedad regresó sobre sus pasos, disolvió aquello de "piquetes y cacerolas, la lucha es una sola", que emocionó por un rato a los ilusos y a los fantasiosos de una comuna revolucionaria cuyo eje serían las asambleas barriales de San Telmo y Palermo, y compró el relato, cada vez más opositor y destructivo, de la corporación mediática lista para iniciar la guerra sin cuartel contra el "populismo" kirchnerista. La ficción encontró nuevos bríos y un nuevo público dispuesto a identificarse con una gigantesca operación de captura de las conciencias que no tuvo inconvenientes en ver como realidad lo que no era más que un guión monocorde y machacoso multiplicado por todas las pantallas y rotativas del país.


El presente, como diría un filósofo, modifica el pasado y, al hacerlo, subvierte lo que los actores del hoy piensan y hacen no sólo en relación con el pasado sino con su propio presente. Una parte de los argentinos se prepararon, quizá sin saberlo ni reflexionarlo, para reescribir, a un mismo tiempo, su presente y su pasado anulando lo que de perturbador tenía el recuerdo de lo vivido en una actualidad negadora, retomando nuestro ejemplo histórico, de lo realizado en un sentido reparador por Néstor Kirchner que simplemente fue a parar, en la ficción urdida por los grupos de poder económico y mediático, al agujero negro de la mentira, el engaño y la impostura. Ayudados por los medios de comunicación concentrados, garantes de la reproducción del neoliberalismo, dieron el salto hacia su conversión reaccionaria y hasta nostálgica de una década, la del noventa, previamente criticada bajo el estruendo de las cacerolas y de los piquetes. Estas son algunas de las paradojas que encierra la vida histórica cuando la sombra de un olvido perverso cae sobre una parte de la sociedad.


Con el recuerdo caliente del neoliberalismo en acción y sus espantosas consecuencias para la vida argentina, una parte de la sociedad regresó sobre sus viejos prejuicios clasistas y racistas y dejó que la maquinaria poderosa de los medios de comunicación (vanguardia cultural-simbólica de la economía global de mercado y de la financiarización del capitalismo) se encargara de multiplicar una nueva y rutilante ficción que, con el correr del tiempo, terminó por ser internalizada en el imaginario de quienes no pudieron o no quisieron ver la realidad más que a través del prisma de esos dispositivos mediáticos.


Lo insólito no es que la corporación mediática construya una ficción y que la expanda por todos los intersticios de la vida social (esa ha sido desde sus comienzos su función central); lo insólito es que termine por creer en su propia fábula, que confunda una creación imaginaria con la realidad y, en el interior de esa materialización de lo artificial, acabe por producir un sujeto cuya conciencia telemática ve el mundo a través de ese relato convertido en "verdadero". Extraña paradoja en la que la ficción se vuelve realidad y la realidad queda expulsada del sentido común o reconvertida en beneficio de la fantasía. Estamos, qué duda cabe, en un más allá incluso de la ideología allí donde el simulacro, la universalización de lo particular, la busca de una representación que incorpore algo de lo que intenta desarticular se convierte, lisa y llanamente, en una metarrealidad que viene a desplazar la materialidad de los acontecimientos y acaba por proyectar sobre la escena pública una extraña fantasmagoría cuyo eje narrativo pasa por demostrar que nada de lo que ocurrió… ocurrió.


Desde aquel ya lejano final de 2007 se repite una y otra vez que el kirchnerismo no ha sido otra cosa que una fenomenal impostura (allí estuvieron las plumas y las opiniones de algunos intelectuales y periodistas de antigua prosapia progresista que le dieron letra y supuesta legitimidad a este intento de borrar de la conciencia pública aquello que marcó la vida real de la sociedad, una complicidad que, ahora cuando la más cruda derecha neoliberal gobierna, quiere astutamente transmutarse en bella conciencia crítica cuando no hicieron otra cosa que contribuir, con todas sus armas, a la estrategia de la restauración conservadora). Tanto se han creído la fábula, tan insistentemente han bombardeado a la sociedad desde sus fábricas de sueños imaginarios que, por esos sortilegios de la fantasía, terminaron por creer su ficción hasta el punto de actuar en función de ese extraño reemplazo de la realidad por la invención fabulada desde sus deseos enfebrecidos de odio y revanchismo.


Si doce años de gobiernos kirchneristas no habían sido otra cosa que una gigantesca mentira, si sus obras y conquistas sociales no eran sino farsas ilusorias, engaños multiplicados por miles y si, lo más importante de todo, la evidencia de sus interminables malabarismos para hacerle creer a la sociedad que se había logrado reconstruir vida social, económica, política, institucional y cultural no había sido otra cosa que la proyección de un liderazgo vacío, nada más sencillo que decirle al país que el kirchnerismo era cosa de un pasado oscuro y que Cristina no tenía otro destino que pagar sus responsabilidades como "jefa de una asociación ilícita". Se enamoraron de su ficción, la creyeron al pie de la letra, hasta el punto de envenenar sistemáticamente a esa misma sociedad con sus alucinaciones patológicas.


Bonadío, juez arquetípico de un poder judicial degradado, fue el ejecutor de la ilusión, apenas el brazo del verdugo que se encargaría de hacer justicia. Creyó, como los fabricantes de la ficción devenida, en su visión alucinada, en realidad, que ese miércoles lluvioso de abril se cerraría definitivamente el ciclo insoportable del kirchnerismo. Se encontraron, para su sorpresa, con una multitud que rompió en mil pedazos el guión de la estupidez pergeñada por quienes creyeron ser los dueños de las conciencias y, de paso, convirtieron al juez lumpen (como lo nombró con ingenio Marcelo Parrilli) en el hazmerreír de una parte siempre invisibilizada de la sociedad que pudo ser testigo, una vez más, de la persistencia de la voz políticamente decisiva e inimitable de Cristina Kirchner.


Mientras voy cerrando este artículo se acaba de consumar uno de los hechos más vergonzosos de la historia contemporánea de América latina. La Cámara de Diputados del Brasil votó a favor de la destitución de Dilma y, con ello, avanzó hacia la concreción del golpe parlamentario-judicial bajo la hegemonía de la peor derecha brasileña y el aval de amplios sectores de las clases medias revanchistas y racistas. El golpe-blando contra la voluntad popular democrática del pueblo brasileño que hace apenas un poco más de un año le dio más de 54 millones de votos a Dilma, heredero mayor de lo que sucedió años atrás en Honduras y Paraguay, pone en evidencia las estrategias de las derechas continentales bajo el auspicio y la complicidad de Estados Unidos. Ya no es necesario apelar a los militares; el reaseguro, ahora, de los intereses de los grandes grupos económicos, se encuentra en el aparato judicial (que suele ser quien inicia el juego destituyente junto con la machacadora insistencia de los medios de comunicación concentrados) que luego deja que la finalización del trabajo sucio la haga el Parlamento.


Lo cierto es que ha quedado evidenciado que vivimos en democracias condicionadas o francamente atrapadas en las redes de quienes utilizan todos los dispositivos y recursos que están a su disposición para convertir a esas democracias en pellejos vacíos, en restos fósiles de una voluntad popular vaciada de todo contenido. La alianza entre las grandes corporaciones económicas, los monopolios mediáticos y sus tentáculos comunicacionales que inundan de ficciones envenenadas a la sociedad, el poder judicial, el trabajo paciente de los estrategas del neogolpismo que forjan sus planes en el norte y los cómplices de la clase política han abierto, una vez más, el fantasma de la destrucción social, económica, institucional y cultural de nuestros países. En Brasil la gran derrotada es la democracia. En la Argentina, un miércoles lluvioso, el pueblo cerró filas para impedir que un juez lumpen encarcelara a quien es símbolo de una democracia reparadora y ampliadora de derechos. El riesgo persiste, los dueños del circo van por más.




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