@La Tecl@ EñE
viernes 22 de abril de 2016
Plusvalía y corrupción: fenomenología del bolso de dólares
Qué diferencia, y qué vincula, los conceptos de plusvalía y corrupción en una época en la cual corrupción es un significante vacío que tracciona un conjunto de entidades semánticas que componen una escena de control social. Horacio González plantea esas diferencias y ramificaciones a través de la idea de corrupción estructural, un equivalente de la plus-plusvalía, que redobla la ilegalidad de la acumulación en los "bancos de datos" económicos, jurídicos, comunicacionales, pentagonales, con instrumentos ficcionales denominados "off shore".
Por Horacio González *
(para La Tecl@ Eñe)
El concepto de plusvalía es famoso, quizás no lo inventó Marx, como sugiere un tanto burlonamente Foucault en Las palabras y las cosas, pero lo puso en el lenguaje de la economía política sin fecha de vencimiento. Su peso en la explicación, descripción y elaboración del supuesto último del capitalismo es conocido. Pertenece al "secreto" del capitalismo, a su "enigma" o su "jeroglífico", como hubiera dicho el "egiptólogo Marx". Tiene valor filosófico y antropológico, juzga a la acción humana como un esfuerzo confiscable, y pone a la idea misma de hombre como un producto truncado de una incesante expropiación, que si nos atenemos al "joven Marx", tiene visos de alienación, y si evocamos al Marx del Capital, se trata de un ente subjetivo que trastoca la interrelación humana, dándole una suerte de animismo a los objetos y objetivando al hombre en una práctica inerte.
A su vez, el concepto de corrupción no es del mismo rango que el concepto de plusvalía y otros tantos de la teoría política, pues el primero es un tipo de concepto-mácula mientras que los de la teoría política se los podría considerar conceptos-proposicionales. Habitualmente, la conversación política más productiva trata de basarse en conceptos proposicionales, que desde luego siempre están rodeados y muchas veces constituidos por creencias difusas (siempre necesarias) que no pocas veces desembocan en hipótesis infamantes o conspirativas. La conspiración es otro concepto mácula que tiene la particularidad de que todo sujeto político presupone que las acciones contra su identidad son siempre marcadas por la ilegitimidad de una hostilidad ajena, no declarada, que a él no lo abarca. Siempre pensamos, casi con seguridad equivocadamente, que nuestros actos son diáfanos por naturaleza y por esa misma naturaleza, los de los otros no lo son. La conspiración es siempre lo que hacen los otros contra mí, y viceversa. Siempre con la característica de lo inexpresable del peso principal de la acción. En cambio, los conceptos proposicionales tienen otra idea de la presentación de lo real y del tipo de acuerdo lingüístico que se reclama para invocarlos, pues siempre se refieren a hechos que usualmente se conceptualizan con la facultad de definir de una manera asertiva, no invariable, una situación. Pero siempre aproximativa, según las inflexiones personales o de época, que no le hacen perder el componente mínimo de rigor. Por su parte el supuesto y oscuro "encanto" de conceptos como corrupción, (concepto-mácula, como dijimos), es el hechizo de su ausencia total de rigor, contrapuesto a la sobreabundancia de sus significados indeterminados. Su carácter de mancha viscosa en el lenguaje lo exime de consecuencias en cualquier reflexión que se exija algunos pasos demostrativos y ciertas bases de prudencia, alguna lógica probatoria. La indeterminación en el habla acusatoria es un rasgo profundo, que actúa como un golpe de dados o una movida instantánea con el taco de billar. Equivale al manejo del verdugo de las roldanas de la guillotina, más precisamente cuando cae en hierro filoso sobre la garganta del condenado, sin proceso tribunalicio, o un remedo del mismo. Pero por ser indeterminados tiene una gran fuerza de imputación y una calidad que se agota en su poder infamante. Son conceptos que se usan a partir de una teología política encubierta y tienen resultados aparentemente ligados a hechos específicos, pero envueltos siempre en una lógica inquisitorial moralizante. Involucran el problema moral en política. Suele decirse que Maquiavelo disoció la política de la moral. No, lo que hizo fue crear la moral de la astucia, la ironía y la paradoja. Por eso, leerlo es desesperante. Lo que no hay en él es un alegato moralizador, pero no apela a los actos corruptos como espacio indefinido de la acción política, pues no los contempla como categoría de análisis. Simplemente, habla de asesinatos y engaños como si se tratara de una "arena política" donde simplemente se movieran fichas de cartón. Eso es lo que atrae en él. Pero así como no encontramos allí ninguna apología de la corrupción, tampoco ese concepto se presta a un tipo de captación por ningún "amor intellectualis", ni a una tipificación jurídica, ni a un espacio de argumentación en que por acaso figurase junto a idea tales como contrato social o soberanía política. De tal modo, corrupción es un significante vacío –por emplear estos términos- que traccionan –por emplear también este término- un conjunto subordinado de entidades semánticas que componen una escena de control social, hasta llegar al nudo final de "la corrupción mata". Por supuesto, en este engorde de la idea, se incluye al "funcionario corrupto", que es un personaje conocido de la coima, el sobreprecio, el lavado de dinero, la "protección policial", todas las clases de servidumbres que origina el servicio público cuando se expropia en favor de runflas específicas, o la creación de grandes mafias que operan con un remedo shakesperiano del capitalismo, remedo bufonesco al fin. Otra cosa es lo que algunos denominaron corrupción estructural, que sería un equivalente de la plus-plusvalía, pues en este caso redobla la ilegalidad de la acumulación en los "bancos de datos" (económicos, jurídicos, comunicacionales, pentagonales, etc.), con instrumentos ficcionales denominados "off shore", herencia de la piratería o las patentes de corso con las que operaban las monarquías mercantiles, hoy en países ficticios, o en países que se tornan ficticios por esta operatoria.
La imagen tiene de pos sí un peso ontológico que la constituye en prueba inherente en su mismo acto de aparición. Su reiteración multiplicada compone una suerte de "corte suprema de justicia instantánea", con la fuerza del ojo de las cámaras de seguridad esparcidas por todo el planeta. Si bien hay siempre dudas jurídicas sobre el valor probatorio de una imagen (Derrida estudia como el film Shoah vale por sus testimonios orales antes que por las imágenes, aunque sobre éstas no emite ningún juicio, sino que las coloca entre las dificultades para analizar la "creencia"), se puede decir que no hay Sociedad sin la escisión de la prueba: la que ocurre en Tribunales y la que ocurre en los Medios. La primera es la que tiene que adecuarse a la segunda, lo que es el ente por juzgar debe adecuarse al ente ya juzgado, Bonadío debe adecuarse a Lanata. Pero la imagen siempre duda, debido al prestigio lejano y siempre reconstruible que tiene la lengua del testigo, la veracidad del que vio con sus propios ojos, según las más viejas escenas que se retienen desde el mismo sentido primigenio de lo humano. Y es así que el Juez de la plusvalía mediático-judicial debe redoblar folletinescamente el enjuiciamiento, y reconstruir en "estudios" lo que ya dio la cámara de seguridad. Esos hombres contando dólares, como en la invención de Morel, son eternos comediantes de su complicidad y de allí sale un nuevo tipo de sociedad de la que viven los nuevos jueces, con el que escriben el Deuteronomio de sus imprecaciones. Sale el contador de billetes, el lavador, el infidente, el vendedor de la cinta, el servicio de inteligencia que siempre está y el "arrepentido", nueva institución de las plusvalías jurídicas con la cual la Imagen Industrial del Prejuzgamiento ya reemplazó a la justicia y tranquilamente puede reemplazar a la religión.
* Ensayista, sociólogo y escritor. Ex Director de la Biblioteca Nacional
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