domingo 19 de junio de 2016
PEDRO PATZER
La misma pregunta que el hombre del paleolítico le hizo a la caverna, es la que el santiagueño le hace a la salamanca. La misma respuesta que el esclavo en Egipto recuperaba del Nilo, es la que el jornalero obtiene del río Bermejo. El mismo azote al alma que llevó al griego a crear dioses del viento, los Anemoi; es el que llevó a los pobladores andinos a creer en Huayra Tata, nombre del dios de los vientos y los huracanes en el noroeste argentino y en Bolivia.
El humano desde hace milenios viene preguntándole a la Naturaleza y a los dioses, cosas de la vida, cosas de la muerte, asuntos de la existencia.
El primer poema de la humanidad, Poema de Gilgamesh, versa sobre Gilgamesh, rey tiránico, cuyos súbditos se quejan a los dioses. Los dioses atienden esta queja y crean a Enkidu, un hombre salvaje destinado a enfrentarse a Gilgamesh. Sin embargo cuando ambos traban combate, en vez de darse muerte se hacen amigos para siempre y emprenden juntos peligrosas aventuras. Es decir, el primer poema de la humanidad tiene como tema central la amistad:
"¡Enkidu, mi amigo …nosotros que vencimos todas las cosas, escalamos los montes, que prendimos el Toro… ¡Afligimos a Ubaba, que vivía en el Bosque de los Cedros!"
¿Acaso no es el gran tema de Martín Fierro, nuestro poema nacional? ¿Acaso el encuentro de Gilgamesh y Enkidu, no se repite entre Martín Fierro y el Sargento Cruz? ¿Cuántos amistades habrán mediado entre el año 2500 A.C. en que fue creado el poema de Gilgamesh hasta 1872, en que José Hernández escribe el Martín Fierro?
"Tal vez en el corazón
le tocó un santo bendito
a un gaucho, que pegó el grito
y dijo: "¡Cruz no consiente
que se cometa el delito
De matar ansí un valiente!".
Y áhi no más se me aparió,
dentrándole a la partida;
yo les hice otra embestida
pues entre dos era robo;
y el Cruz era como lobo
que defiende su guarida"
(Canto IX).
El corazón humano siempre hace las mismas preguntas: el amor, la muerte, la existencia, la amistad.
¿Por qué las nubes cambian su forma? Se preguntó un niño a orillas del Tigris y miles de años después un gurí entrerriano se hizo la misma pregunta a orillas del río Uruguay. Entre ellos medió una columna de nubes que guió a los israelitas por el desierto.
¿Qué es lo que desde su silencio dicen las piedras? Se interrogó en idioma rapanui, el nativo de la Isla de Pascua, al contemplar las enormes estatuas moái y, le respondió años después, un baqueano salteño al hallar un Antigal en los Valles Calchaquíes y expresar: "estas piedras son el eco del silencio del pueblo viejo"
El árbol siempre ha sido algo sagrado para la humanidad, tanto es así que los primeros santuarios fueron los bosques. El horóscopo de los celtas se basaba en los árboles a los que consideraban la morada de los dioses. En la antigua Roma se le dio culto a la higuera sagrada de Rómulo. En isla griega de Cos, estaba prohibido cortar un ciprés. Para los germanos el culto al árbol era tal que para el que destrozara un árbol había pena capital: una vida de un hombre por la de un árbol. Los indios Hidatsa de Norteamérica creen que las sombras de los árboles son sus espíritus. Para los mapuches la araucaria o pewen, en mapudungun, es un árbol sagrado, tanto es así que a su sombra le hacían ofrendas: carne, sangre, humo, y hasta conversaban con él y le confesaban sus malas acciones. El pibe del conurbano bonaerense que trepa al árbol de San Justo, Quilmes o Longchamps, encuentra en él, un pequeño Dios de madera, un viejo y arrumbado Dios que se resiste a ser tapia, barrera, cajón de manzanas, escalera que no conduzca al cielo o puerta que no desate el otro paisaje. El pibe del conurbano sabe que ese viejo árbol, a pesar de todo, prefirió quedarse erguido, para enseñarle que para morir de pie, antes hay que aprender a vivir de pie.
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