lunes 04 de abril de 2016
El cazador de historias
Eduardo Galeano
MOLINOS DE TIEMPO
Huellas
El viento borra las huellas de las gaviotas.
Las lluvias borran las huellas de los pasos humanos.
El sol borra las huellas del tiempo.
Los cuentacuentos buscan las huellas de la memoria perdida, el amor y el dolor, que no se ven, pero no se borran.
Los náufragos
El mundo viaja.
Lleva más náufragos que navegantes.
En cada viaje, miles de desesperados mueren sin completar la travesía hacia el prometido paraíso donde hasta los pobres son ricos y todos viven en Hollywood.
No mucho duran las ilusiones de los pocos que consiguen llegar.
El viento
Difunde las semillas, conduce las nubes, desafía a los navegantes.
A veces limpia el aire, y a veces lo ensucia.
A veces acerca lo que está lejos, y a veces aleja lo que está cerca.
Es invisible y es intocable.
Te acaricia o te golpea.
Dicen que dice:
–Yo soplo donde quiero.
Su voz susurra o ruge, pero no se entiende lo que dice.
¿Anuncia lo que vendrá?
En China, los que predicen el tiempo se llaman espejos del viento.
Las estrellas
A orillas del río Platte, los indios pawnees cuentan el origen.
Jamás de los jamases se cruzaban los caminos de la estrella del atardecer y la estrella del amanecer.
Y quisieron conocerse.
La luna, amable, las acompañó en el camino del encuentro, pero en pleno viaje las arrojó al abismo, y durante varias noches se rió a carcajadas de ese chiste.
Las estrellas no se desalentaron. El deseo les dio fuerzas para trepar desde el fondo del precipicio hasta el alto cielo.
Y allá arriba se abrazaron con tanta fuerza que ya no se sabía quién era quién.
Y de ese abracísimo brotamos nosotros, los caminantes del mundo.
Costumbres bárbaras
Los conquistadores británicos quedaron bizcos de asombro.
Ellos venían de una civilizada nación donde las mujeres eran propiedad de sus maridos y les debían obediencia, como la Biblia mandaba, pero en América encontraron un mundo al revés.
Las indias iroquesas y otras aborígenes resultaban sospechosas de libertinaje. Sus maridos ni siquiera tenían el derecho de castigar a las mujeres que les pertenecían.
Ellas tenían opiniones propias y bienes propios, derecho al divorcio y derecho de voto en las decisiones de la comunidad.
Los blancos invasores ya no podían dormir en paz: las costumbres de las salvajes paganas podían contagiar a sus mujeres.
Ciegos
¿Cómo nos veía Europa en el siglo dieciséis?
Por los ojos de Theodor de Bry.
Este artista de Lieja, que nunca estuvo en América, fue el primero que dibujó a los habitantes del Nuevo Mundo.
Sus grabados eran la traducción gráfica de las crónicas de los conquistadores.
Según mostraban esas imágenes, la carne de los conquistadores europeos, dorada a las brasas, era el plato preferido de los salvajes americanos.
Ellos devoraban brazos, piernas, costillares y vientres y se chupaban los dedos, sentados en rueda, ante las parrillas ardientes.
Pero, perdón por la molestia: ¿eran indios esos hambrientos de carne humana?
En los grabados de De Bry, todos los indios eran calvos.
En América, no había ningún indio calvo.
Sordos
Cuando los conquistadores españoles pisaron por vez primera las arenas de Yucatán, unos cuantos nativos les salieron al encuentro.
Según contó fray Toribio de Benavente, los españoles les preguntaron, en lengua castellana:
–¿Dónde estamos? ¿Cómo se llama este lugar?
Y los nativos dijeron, en lengua maya yucateca:
–Tectetán, tectetán.
Los españoles entendieron:
–Yucatán, Yucatán.
Y desde entonces, así se llama esta península.
Pero en su lengua, los nativos habían dicho:
–No te entiendo, no te entiendo.
Símbolos
En 1961, mientras algunos expertos internacionales aconsejaban prohibir el cultivo y el consumo de las hojas de coca, en el noroeste de Perú se hallaban restos de hojas de coca que habían sido mascadas hacía miles de años.
Mascar coca ha sido, es y seguirá siendo una sana costumbre en las alturas andinas. La coca evita náuseas y mareos y es el mejor remedio para varias enfermedades y fatigas.
Además, y no es lo de menos, la hoja de coca es un símbolo de identidad, que sólo por mala fe se puede confundir con esa jodida manipulación química llamada cocaína.
Otra peligrosa manipulación química, llamada heroína, se puede obtener a partir de la flor de la amapola.
Pero hasta ahora, que se sepa, en Inglaterra la amapola sigue siendo un símbolo de la paz, la memoria y el patriotismo.
LOS CUENTOS CUENTAN
Carlos Bonavita siempre me decía:
– Si es verdad eso de que se hace camino al andar, vos tendrías que ser ministro de Obras Públicas.
A mis pies les gusta dejarse ir por la costa de Montevideo, a orillas del Río de la Plata. En 1656, Antonio de León Pinelo escribió en Madrid que este era uno de los cuatro ríos del Edén. Creo que exageró un poquito, la verdad sea dicha, aunque allá en mi infancia, o al menos en mi memoria, sus aguas eran transparentes.
Han pasado los años, y ya no son transparentes las aguas de este río ancho como mar, pero yo sigo caminando sus orillas mientras en mí camina, caminante caminado, la tierra donde nací.
Camino y en mis adentros las palabras caminan también, en busca de otras palabras, para contar las historias que ellas quieren contar.
Las palabras viajan sin apuro, como las almitas peregrinas que vagan por el mundo y como algunas estrellas fugaces que a veces se dejan caer, muy lentamente, en los cielos del sur.
Las palabras caminan latiendo. Y en estos días, por pura casualidad, me entero de que en lengua turca caminar y corazón tienen la misma raíz (yürümek, yürek).
Yo no tuve la suerte de conocer a Sherezade.
No aprendí el arte de narrar en los palacios de Bagdad.
Mis universidades fueron los viejos cafés de Montevideo.
Los cuentacuentos anónimos me enseñaron lo que sé.
En la poca enseñanza formal que tuve, porque no pasé de primero de liceo, fui un pésimo estudiante de historia. Pero en los cafés descubrí que el pasado podía ser presente, y que la memoria podía ser contada de tal manera que dejara de ser ayer para convertirse en ahora.
Mis maestros fueron los admirables mentirosos que en los cafés se reunían para encontrar el tiempo perdido.
En las ruedas de amigos donde yo solía meterme de colado, escuché una de las mejores historias que he recibido en la vida. Había ocurrido a principios del siglo veinte, en los tiempos de la guerra de los jinetes pastores en las praderas de mi país, pero el narrador la contaba de tan contagiosa manera que lograba que todos estuviéramos donde él decía que había estado.
Él había recorrido, después de una batalla, el campo sembrado de muertos.
Entre los muertos había un muchacho bellísimo, que era, o al menos parecía, un ángel.
En la frente tenía una vincha blanca, roja de sangre.
En la vincha, estaba escrito: Por la patria y por ella.
La bala había entrado en la palabra ella.
Días y noches de amor y de guerra abre con una frase de Karl Marx, que siempre me gustó por el optimismo que irradia:
"En la historia, como en la naturaleza, la podredumbre es el laboratorio de la vida."
Cuando el libro se tradujo al alemán, el traductor, que conocía la obra de Marx de pe a pa, me preguntó de dónde había sacado yo esa frase, que él no recordaba para nada y no la encontraba en ningún libro.
Vale aclarar que soy de los pocos seres vivos autores de cuatro hazañas: leí la Biblia, completa; leí El capital, completo; atravesé la ciudad de Los Ángeles, de cabo a rabo, caminando; y también atravesé caminando la ciudad de México. Yo creía que era de El capital, y también la busqué y busqué, pero no la encontré. Estaba seguro de que mi memoria no había traicionado esa perfecta síntesis del pensamiento dialéctico del gran barbudo alemán, y contesté al traductor:
– La frase es de Marx, pero él se olvidó de escribirla.
En 1970, presenté Las venas abiertas de América Latina al concurso de Casa de las Américas, en Cuba. Y perdí.
Según el jurado, ese libro no era serio. En el 70, la izquierda identificaba todavía la seriedad con el aburrimiento.
Las venas abiertas se publicó después y tuvo la fortuna de ser muy elogiado por las dictaduras militares, que lo prohibieron.
La verdad es que de ahí le viene el prestigio, porque hasta entonces no había vendido ejemplares, ni la familia lo compraba.
Pero a raíz del éxito que tuvo en los medios castrenses, el libro empezó a circular cada vez con más suerte. Salvo en mi país, el Uruguay, donde entró libremente en las prisiones militares durante los primeros seis meses de la dictadura.
Raro, porque en aquellos años, los del Plan Cóndor, en que las dictaduras se reproducían con rasgos muy semejantes – casi idénticos – en distintos países de América Latina, también prohibían las mismas cosas.
Los censores uruguayos, al ver el título, creyeron que estaban frente a un tratado de anatomía, y los libros de medicina no estaban prohibidos.
Poco duró el error.
En Espejos, conté historias poco conocidas, o del todo desconocidas.
Una de esas historias había ocurrido en España, en 1942.
El cuartelazo de Francisco Franco, llamado Alzamiento Nacional, que no fue más que un vulgar golpe de Estado, había aniquilado la República Española.
La dictadura triunfante anunció que una prisionera, Matilde Landa, iba a arrepentirse públicamente de sus satánicas ideas y en la cárcel recibiría el santo sacramento del bautismo.
La ceremonia no se podía iniciar sin la invitada principal.
Matilde había desaparecido.
Ella se arrojó desde la azotea y el cuerpo estalló, como una bomba, en el patio de la prisión.
El espectáculo no se interrumpió. El obispo bautizó ese cuerpo destrozado.
Espejos estaba en proceso de impresión cuando recibí una carta de la correctora, que trabajaba en la editorial y había terminado su trabajo de cazadora de erratas.
Ella quería saber de dónde había sacado yo la información.
Todos los datos eran correctos, pero ella sólo los conocía por relatos familiares.
Matilde Landa era su tía.
QUISE, QUIERO, QUISIERA
Vivir por curiosidad
La palabra entusiasmo proviene de la antigua Grecia, y significaba: tener a los dioses adentro.
Cuando alguna gitana se me acerca y me atrapa una mano para leer mi destino, yo le pago el doble para que me deje en paz: no conozco mi destino, ni quiero conocerlo.
Vivo, y sobrevivo, por curiosidad.
Así de simple. No sé, ni quiero saber, cuál es el futuro que me espera. Lo mejor de mi futuro es que no lo conozco.
Pesadillas
La montaña se lo contó a un amigo, que me lo contó.
Él estaba trepando, desde quién sabe cuánto querer y no poder, y seguía caminando cuesta arriba, dale que te dale, y a cada paso la cuesta subía más y más y las piernas podían menos y menos.
– Prohibido aflojar –decía él, dándose órdenes tan bajito que parecía callando; pero seguía y seguía. Cuantimás se acercaba a la cumbre, más miedo sentía al después que lo llamaba, desde la honda lejanía.
Y por fin se dejó caer, se dejó ir.
El despeñadero, montaña abajo, no terminaba nunca.
Atrás quedaba el mundo, su mundo, su gente, y aunque fuera cosa del destino, él no podía dejar de insultarse, cagón, cobarde. Y ya estaba culminando el viaje final cuando sus manos, destrozadas por el pedrerío y las espinas, perdieron apoyo y se lo llevaron: se lo llevaron hacia nunca, sin decir adiós.
Al fin de cada día
El sol nos ofrece un adiós siempre asombroso, que jamás repite el crepúsculo de ayer ni el de mañana.
Él es el único que se marcha de tan prodigiosa manera.
Sería una injusticia morir y ya no verlo.
El escritor de las libretitas
En el verano de 2014, Galeano había ultimado detalles – incluso la imagen de tapa – de El cazador de historias, al que le había dedicado dos años de trabajo. Pero “dado que su estado de salud no era bueno, decidimos demorar la publicación, como un modo de protegerlo del trajín que implica todo lanzamiento editorial”, recuerda en el prólogoCarlos Díaz, editor de Siglo XXI. Para darle un punto final a la tarea de publicar el material – nada sencillo para el equipo de la editorial, que consideraba un amigo a Galeano – contaron con la ayuda invalorable de Helena Villagra.
Y el resultado es notable: en cada línea de cada texto el lector encontrará la picardía, la simpleza y la agudeza de este escritor que fue capaz de meter el mundo en libretas tan chiquitas como la palma de una mano.
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