lunes 04 de abril de 2016
Cada Plaza tiene lo suyo. Ninguna es igual a la otra. Tal vez porque al igual que la historia nunca se deja convertir en una pieza de museo, siempre se está renovando sosteniendo los hilos que recorren el tiempo de nuestra memoria. En cada Plaza se reafirman las fidelidades y se expresan las nuevas perspectivas generacionales allí donde al poder lo único que le interesa es decretar el fin de la historia y la muerte de las ideologías. La Plaza, sin embargo, es historia, política, cultura e ideología en estado de movilización, es la tozuda insistencia que, a contracorriente de las formas hegemónicas de la dominación, sigue multiplicando las demandas y las experiencias de las distintas generaciones que se cruzan y se mezclan en ella. Experiencias que no son construidas en el interior de la maquinaria comunicacional, que no son artificios virtuales de una producción intensiva de subjetividades que solo ven la realidad a través de los lenguajes y las imágenes emanados de las usinas mediáticas de un poder que busca expropiar la experiencia de cada uno para fundirla en una masa indiferenciada cuya gramática está siendo escrita por la cultura del neoliberalismo.
Una plaza que invierte la lógica del sentido común, que busca subvertir el orden de la representación construida desde los grandes medios audiovisuales que asaltan a las conciencias desprevenidas e intentan moldear subjetividades anestesiadas e incapaces de hacer experiencias propias. Una Plaza que guarda algo de anacrónico, de estar fuera del tiempo y a contramano de una época que busca clausurar los ideales que espectralmente habitan esas plazas cargadas por historias que algunos preferirían confinar a oscuras salas de antiguos museos. El 24 de marzo es, para el poder económico concentrado (viejo aliado del golpismo militar), una fecha maldita, apenas un residuo que hay que tratar de esmerilar hasta convertirla en una efemérides insustancial. Para la multitud que se congregó el jueves pasado esa fecha constituye un acto de memoria y de resistencia y un juramento de disputa que vuelva a abrir los caminos que nos conduzcan hacia una sociedad mejor.
Una Plaza que se convirtió en un sinfín de discusiones apasionadas, indagadoras desgarradas de las causas de una derrota todavía inverosímil. Una Plaza para mirar hacia adentro e indagar no sólo por lo sucedido sino para construir el camino del regreso. Una Plaza que pronuncia la palabra "unidad" por encima de las mezquindades de quienes parecen estar más preocupados en preservar sus pequeños espacios de poder. Una Plaza que también fue reclamo y advertencia. Reclamo a un gobierno que buscó licuar el significado del 24 de marzo, que intentó vaciar de contenido aquello que marcó profunda y trágicamente nuestro derrotero como nación; advertencia para aquellos otros que se apresuraron a plegar sus convicciones para apoyar al macrismo en el Parlamento.
La Plaza es otra cultura y otra experiencia que se sustrae al laboratorio del poder, suerte de carnaval en el que la repetición queda suspendida y la novedad se libera en una jornada única en la que los cuerpos se entremezclan bajo la fuerza mítica de un acontecimiento que suspende, mientras dura, el tiempo de la cotidianidad. Por eso, quizás, la Plaza siempre tiene que renovarse sin perder su genealogía, los eslabones de una cadena que sueldan la travesía de un país y de un pueblo. La Plaza es memoria porque es actualidad, es espectral porque las sombras de los que ya no están sobrevuelan el movimiento oscilante de la multitud. La Plaza es pasado y futuro mientras detiene el tiempo en un presente continuo, es reencuentro y promesa de lo por venir. En ella, a través de su dilatada historia, se cruzan la esperanza y la derrota, la embriaguez de un triunfo pensado y sentido como eterno y la tristeza de la caída y la intemperie.
Así como no es imaginable una Plaza de la felicidad inagotable tampoco lo es una de la desolación como punto de cierre de la marcha de un país. Hubo y habrá plazas de palomas y de buitres, plazas de la solidaridad y del revanchismo. No todas las plazas de nuestra historia pertenecen a la saga de la emancipación. Hubo plazas de "la libertadora" y plazas en las que se vitoreó a un general embriagado de muerte y de delirio nacionalista, plazas de la desilusión con sus "héroes" carapintadas y sus "felices pascuas", plazas de la infamia y del egoísmo que también marcaron la zigzagueante historia de nuestro país. Hubo plazas combativas y plazas fervorosamente democráticas, las hubo en las que se pronunciaron discursos memorables y otras en las que lo que se dijo embargó de tristeza y de perplejidad a la multitud. Plazas del duelo y de la despedida que, sin embargo, asumieron un carácter mítico sellando la memoria y forjando tramas identitarias. Todas las plazas pertenecen al aquelarre de nuestra memoria. Cada quien sabrá a qué plazas pertenece.
Sin dudas, las del 24 de marzo tienen su propia y poderosa tradición. La última, la que acaba de quedar a nuestras espaldas pero dejando una marca imborrable, ha sido, eso me parece, la más multitudinaria de estos largos y complejos 40 años de convocatorias. Una Plaza en la que la Argentina volvió a mostrar sus fisuras y sus disputas, esas mismas que nos recorrieron bajo diferentes características y nombres a lo largo de nuestra historia y que no deja de expresar aquello no resuelto en el interior de la sociedad: la distribución más igualitaria de la renta material y cultural.
Una Plaza que reconstruyó el puente entre las generaciones, entre aquellos que vivieron aquellos días aciagos y quienes se asoman, muchos por primera vez, a la complejidad de nuestra historia. Pero también una Plaza que salió a disputarle a la derecha neoliberal las políticas de la memoria sabiendo que las derrotas en el presente se proyectan sobre las marcas del pasado para reescribirlo de acuerdo a las necesidades de los vencedores de hoy y de ayer. Que si no se cuida la transmisión, si no se protege el recuerdo de lo acontecido y de sus actores, si se deja que todo se vuelva espectáculo y pieza de museo, lo que acaba por diluirse hasta evaporarse es la propia memoria y su presencia en las nuevas generaciones. Contra la operación del vaciamiento y la indiferenciación, contra la lógica de la impudicia y el cinismo de quienes guardan una antigua filiación que los retrotrae a la visión económica de la dictadura o que simplemente han optado por la profanación de aquellos símbolos que nada tienen que ver con la actualidad de un proyecto neoliberal de saqueo, la Plaza, una vez más, se dejó inundar por una multitud consciente de su papel como guardiana de la memoria y como continuadora de los mejores ideales de libertad, democracia e igualdad.
http://www.veintitres.com.ar/article/details/57879/la-plaza
La Plaza
Por Ricardo Forster
A la Plaza siempre se vuelve. Para recordar, para festejar, para resistir, para expresarse, para llorar, para romper el cerco comunicacional, para encontrarnos con los de siempre y con los nuevos, para bailar y cantar, para desplegar orgullosos nuestras banderas, para abrazarnos con las madres, para putear por tanta injusticia, para ser parte del "subsuelo de la patria sublevado", para recobrar las consignas de ayer y de hoy, para no sentirnos solos en medio de la tormenta neoliberal, para hallar viejas y nuevas razones que nos permitan seguir soñando, para sabernos herederos de otras plazas inolvidables, para, sorprendidos, encontrarnos con amigos perdidos en la noche de nuestra propia historia con los que nos fundimos en abrazos interminables, para contar, algún día, que estuvimos donde teníamos que estar, para seguir utopizando con fraternidades siempre amenazadas, para atiborrarnos del humo de los choripanes y de las imágenes de una multitud diversa, plural, entusiasta, decidida, nostálgica, exigente, combativa, pacífica, alegre y triste, todo junto y arremolinado en mil gritos, cantos y consignas que han transformado esa Plaza de Mayo que siempre está ahí esperando la hora elegida para dejar que todas las voces de todas las épocas se reencuentren en la trama bien tupida de la memoria.
Cada Plaza tiene lo suyo. Ninguna es igual a la otra. Tal vez porque al igual que la historia nunca se deja convertir en una pieza de museo, siempre se está renovando sosteniendo los hilos que recorren el tiempo de nuestra memoria. En cada Plaza se reafirman las fidelidades y se expresan las nuevas perspectivas generacionales allí donde al poder lo único que le interesa es decretar el fin de la historia y la muerte de las ideologías. La Plaza, sin embargo, es historia, política, cultura e ideología en estado de movilización, es la tozuda insistencia que, a contracorriente de las formas hegemónicas de la dominación, sigue multiplicando las demandas y las experiencias de las distintas generaciones que se cruzan y se mezclan en ella. Experiencias que no son construidas en el interior de la maquinaria comunicacional, que no son artificios virtuales de una producción intensiva de subjetividades que solo ven la realidad a través de los lenguajes y las imágenes emanados de las usinas mediáticas de un poder que busca expropiar la experiencia de cada uno para fundirla en una masa indiferenciada cuya gramática está siendo escrita por la cultura del neoliberalismo.
Una plaza que invierte la lógica del sentido común, que busca subvertir el orden de la representación construida desde los grandes medios audiovisuales que asaltan a las conciencias desprevenidas e intentan moldear subjetividades anestesiadas e incapaces de hacer experiencias propias. Una Plaza que guarda algo de anacrónico, de estar fuera del tiempo y a contramano de una época que busca clausurar los ideales que espectralmente habitan esas plazas cargadas por historias que algunos preferirían confinar a oscuras salas de antiguos museos. El 24 de marzo es, para el poder económico concentrado (viejo aliado del golpismo militar), una fecha maldita, apenas un residuo que hay que tratar de esmerilar hasta convertirla en una efemérides insustancial. Para la multitud que se congregó el jueves pasado esa fecha constituye un acto de memoria y de resistencia y un juramento de disputa que vuelva a abrir los caminos que nos conduzcan hacia una sociedad mejor.
Pero también fue una Plaza para exigirles a los dirigentes que se pongan a la cabeza de la oposición a un gobierno que, en apenas 100 días, ha producido una terrible regresión económica, social y cultural. Nadie debería olvidar que la Plaza recuerda todo lo que pasó en ella, tanto los momentos cargados de potencia y creación como aquellos en los que se defeccionó. Una movilización como la del último 24 constituye un parteaguas en la escena política actual que debería ser tomada en cuenta por propios y ajenos. Subestimarla, invisibilizarla (como ha hecho la cadena comunicacional – pública y privada – que sostiene y protege al gobierno de Macri impulsando una suerte de hegemonía autoritaria como rara vez se vio en la Argentina si es que excluimos a la dictadura de Videla) constituye una pobre estrategia que la propia Plaza se encargará de ir desmontando.
Una Plaza que se convirtió en un sinfín de discusiones apasionadas, indagadoras desgarradas de las causas de una derrota todavía inverosímil. Una Plaza para mirar hacia adentro e indagar no sólo por lo sucedido sino para construir el camino del regreso. Una Plaza que pronuncia la palabra "unidad" por encima de las mezquindades de quienes parecen estar más preocupados en preservar sus pequeños espacios de poder. Una Plaza que también fue reclamo y advertencia. Reclamo a un gobierno que buscó licuar el significado del 24 de marzo, que intentó vaciar de contenido aquello que marcó profunda y trágicamente nuestro derrotero como nación; advertencia para aquellos otros que se apresuraron a plegar sus convicciones para apoyar al macrismo en el Parlamento.
La Plaza es otra cultura y otra experiencia que se sustrae al laboratorio del poder, suerte de carnaval en el que la repetición queda suspendida y la novedad se libera en una jornada única en la que los cuerpos se entremezclan bajo la fuerza mítica de un acontecimiento que suspende, mientras dura, el tiempo de la cotidianidad. Por eso, quizás, la Plaza siempre tiene que renovarse sin perder su genealogía, los eslabones de una cadena que sueldan la travesía de un país y de un pueblo. La Plaza es memoria porque es actualidad, es espectral porque las sombras de los que ya no están sobrevuelan el movimiento oscilante de la multitud. La Plaza es pasado y futuro mientras detiene el tiempo en un presente continuo, es reencuentro y promesa de lo por venir. En ella, a través de su dilatada historia, se cruzan la esperanza y la derrota, la embriaguez de un triunfo pensado y sentido como eterno y la tristeza de la caída y la intemperie.
Así como no es imaginable una Plaza de la felicidad inagotable tampoco lo es una de la desolación como punto de cierre de la marcha de un país. Hubo y habrá plazas de palomas y de buitres, plazas de la solidaridad y del revanchismo. No todas las plazas de nuestra historia pertenecen a la saga de la emancipación. Hubo plazas de "la libertadora" y plazas en las que se vitoreó a un general embriagado de muerte y de delirio nacionalista, plazas de la desilusión con sus "héroes" carapintadas y sus "felices pascuas", plazas de la infamia y del egoísmo que también marcaron la zigzagueante historia de nuestro país. Hubo plazas combativas y plazas fervorosamente democráticas, las hubo en las que se pronunciaron discursos memorables y otras en las que lo que se dijo embargó de tristeza y de perplejidad a la multitud. Plazas del duelo y de la despedida que, sin embargo, asumieron un carácter mítico sellando la memoria y forjando tramas identitarias. Todas las plazas pertenecen al aquelarre de nuestra memoria. Cada quien sabrá a qué plazas pertenece.
Sin dudas, las del 24 de marzo tienen su propia y poderosa tradición. La última, la que acaba de quedar a nuestras espaldas pero dejando una marca imborrable, ha sido, eso me parece, la más multitudinaria de estos largos y complejos 40 años de convocatorias. Una Plaza en la que la Argentina volvió a mostrar sus fisuras y sus disputas, esas mismas que nos recorrieron bajo diferentes características y nombres a lo largo de nuestra historia y que no deja de expresar aquello no resuelto en el interior de la sociedad: la distribución más igualitaria de la renta material y cultural.
Una Plaza que reconstruyó el puente entre las generaciones, entre aquellos que vivieron aquellos días aciagos y quienes se asoman, muchos por primera vez, a la complejidad de nuestra historia. Pero también una Plaza que salió a disputarle a la derecha neoliberal las políticas de la memoria sabiendo que las derrotas en el presente se proyectan sobre las marcas del pasado para reescribirlo de acuerdo a las necesidades de los vencedores de hoy y de ayer. Que si no se cuida la transmisión, si no se protege el recuerdo de lo acontecido y de sus actores, si se deja que todo se vuelva espectáculo y pieza de museo, lo que acaba por diluirse hasta evaporarse es la propia memoria y su presencia en las nuevas generaciones. Contra la operación del vaciamiento y la indiferenciación, contra la lógica de la impudicia y el cinismo de quienes guardan una antigua filiación que los retrotrae a la visión económica de la dictadura o que simplemente han optado por la profanación de aquellos símbolos que nada tienen que ver con la actualidad de un proyecto neoliberal de saqueo, la Plaza, una vez más, se dejó inundar por una multitud consciente de su papel como guardiana de la memoria y como continuadora de los mejores ideales de libertad, democracia e igualdad.
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