lunes 29 de agosto de 2016
"La Nación" o la barbarie como civilización
Este artículo nació de la mezcla de espanto e indignación que sentí después de leer el editorial de La Nación del domingo 21 de agosto cuyo título ya lo dice casi todo: "La utilización populista de los pueblos originarios". Un oscuro y venenoso déjà vu en el que veíamos regresar, intocados y soberbios, los argumentos de las antiguas empresas "civilizatorias", en cuyo nombre y justificación se cometieron los crímenes más atroces. Me permito, estimado lector, citar largamente el editorial para dejar que sea el mejor testimonio del anacronismo reaccionario que, como siempre, manifiesta el diario fundado por Bartolomé Mitre haciendo gala de una coherencia que lo acompaña desde su fundación (no está lejos el día en el que, utilizando los mismos argumentos reivindicará a la dictadura de Videla como una etapa decisiva en el "progreso y civilización" de la Argentina sin tener que buscar eufemismos o pedir disculpas). Es más, si hubiéramos estado leyendo viejos ejemplares de principios del siglo pasado no habríamos sentido la menor sorpresa ante este tipo de argumentación que, más de 100 años después, persiste imperturbable. Léalo usted mismo:
"En aquella mañana fría del 25 de mayo de 1879, cuando se celebraba la misa de campaña en Choele Choel, frente al río Negro, el joven general Julio A. Roca, de 37 años, no hubiese podido imaginar que ese emocionante tedeum, muchos años después, iba a ser interpretado como la culminación de una campaña genocida para exterminar a los pueblos originarios de la Patagonia, con objetivos subalternos. El populismo kirchnerista ha utilizado todos los medios, incluyendo la historia, para dividir a los argentinos e imponer su falso relato con el solo objetivo de acumular poder para acaparar dinero.
"Mientras la ex presidenta sostiene que El Calafate es su lugar en el mundo, que YPF debía ser estatizada, que el futuro está en Vaca Muerta y que las Malvinas son argentinas, sus seguidores parecen haber olvidado que El Calafate, YPF, Vaca Muerta y las Malvinas son todos íconos de la argentinidad gracias a que, en aquella fría mañana, el general Roca consolidó hacia el Sur las fronteras de la República, evitando que toda la Patagonia fuera chilena. Lo mismo vale para tantos otros lugares que se incorporaron al 'ser nacional' en virtud de esa patriótica campaña: desde La Pampa hasta la Antártida, pasando por el cerro Catedral, el glaciar Perito Moreno, la ruta 40, los chocolates de Bariloche, las manzanas de Río Negro, las frambuesas de El Bolsón, las tortas galesas, las merluzas de Puerto Madryn, las ballenas de la península Valdés, el faro del fin del mundo y Ushuaia, la ciudad más austral del planeta. Es perverso intentar una condena moral de quienes representaban en aquel momento la modernidad y el progreso, cuestionando el desplazamiento de otros pobladores, que tampoco estaban desde siempre. Y, mucho menos, para ocupar tierras, ejercer la violencia y demandar indemnizaciones.
"En realidad, se trató de un conflicto de culturas, como ha ocurrido y continuará ocurriendo en toda la historia humana. Desde que los primeros habitantes cruzaron por el estrecho de Bering hace 20.000 años, durante la última glaciación, se han sucedido distintas civilizaciones en todo el continente, caracterizadas por guerras y conquistas, sojuzgamientos y matanzas. Igual que en Europa luego del Imperio Romano, cuando irrumpieron las tribus 'bárbaras' que configuraron las distintas nacionalidades, que también nos anteceden".
Ayer. La "conquista del desierto" de Roca
Toda comparación histórica es, siempre, problemática y suele pecar de anacronismo. El pasado, allí donde permanece entre los pliegues de nuestra memoria, ejerce, lo sepamos o no, sus derechos en la conciencia de los vivos. Persiste desde una función espectral: nos recuerda que lo acontecido no se ha desvanecido de una vez y para siempre de una actualidad, la nuestra, que no deja de citar, bajo diferentes modalidades y características, a ese mismo pasado que suele ser confinado al museo o transformado en literatura pero que cada tanto amenaza con regresar. Lo cierto es que cada época se reencuentra con ciertos momentos de un pasado que insisten allí donde las encrucijadas del presente son las que vuelven a revivir o reinstalar aquello del pasado que sigue interpelando a una actualidad litigiosa. El presente, lo digo de este modo, es el sitio desde el cual el pasado, todo pasado, regresa y cuestiona, interpela y sobresalta nuestras existencias individuales y sociales. Se trata, ahora y ayer, de una interminable querella de interpretaciones que espejan los diferendos políticos, ideológicos, sociales y culturales que nos habitan como sociedad que no puede deshacerse de su pasado como si fuese un lastre que se arroja por la borda.
Hablar de acontecimientos pretéritos, propios o ajenos, geográficamente localizados en el interior de nuestras fronteras o situados allende los mares y océanos, es hablar de nosotros mismos, de nuestros conflictos y de nuestras tensiones irresueltas; es, desde otra perspectiva, intentar descifrar lo que nos atraviesa recurriendo a enseñanzas más o menos lejanas que, sin embargo, constituyen una suerte de referencia capaz de iluminar nuestras vicisitudes contemporáneas. Nadie se dirige al pasado gratuitamente. Nadie abre los cofres cerrados de tiempos oscuros para ejercer un simple pasatiempo. Cuando eso sucede es apenas un ejercicio individual sin impacto en la vida social. Por el contrario, lo que retorna, cuando retorna, lo hace abriendo brechas en el presente, surgiendo de disputas y necesidades que no están localizados en un vago e inapresable ayer sino que responde a una realidad, la actual, que a través de alguno de sus sujetos reinstala lo que permanecía olvidado, sepultado o simplemente en una vaga lejanía. No hay neutralidad ni objetividad cuando del pasado se trata. ¿Qué significa hoy, entre nosotros y cuando atravesamos una brutal restauración neoliberal que se referencia en la generación oligárquica del Centenario, propinarnos ese terrible editorial de quienes, desde su diario, no han hecho otra cosa que sostener la ideología más reaccionaria, racista y clasista?
2 Al terminar de leer el editorial de La Nación no pude sino recordar al siempre actual Joseph Conrad y su extraordinario modo de poner en entredicho la empresa colonizadora. Vuelvo a citar, como en un artículo anterior, este inolvidable diálogo:
"Perdóneme, he padecido tanto tiempo en silencio… en silencio… ¿Estuvo usted con él… hasta el fin? Pienso en su soledad. Nadie cerca que pudiera entenderlo como yo hubiera podido hacerlo. Tal vez nadie que escuchara…"
"Hasta el fin", dije temblorosamente. "Oí sus últimas palabras…" Me detuve lleno de espanto.
"Repítalas", murmuro con un tono desconsolado. "Quiero… algo… algo… para poder vivir".
Estaba a punto de gritarle: "¿No las oye usted?" La oscuridad las repetía en un susurro que parecía aumentar amenazadoramente con el primer silbido de un viento creciente. "¡Ah, el horror! ¡El horror!"
"Su última palabra… para vivir con ella", insistía. "¿No comprende usted que yo lo amaba…? ¡Lo amaba!"
Me recompuse y hablé lentamente.
"La última palabra que pronunció fue su nombre" (El corazón de las tinieblas)
"Perdóneme, he padecido tanto tiempo en silencio… en silencio… ¿Estuvo usted con él… hasta el fin? Pienso en su soledad. Nadie cerca que pudiera entenderlo como yo hubiera podido hacerlo. Tal vez nadie que escuchara…"
"Hasta el fin", dije temblorosamente. "Oí sus últimas palabras…" Me detuve lleno de espanto.
"Repítalas", murmuro con un tono desconsolado. "Quiero… algo… algo… para poder vivir".
Estaba a punto de gritarle: "¿No las oye usted?" La oscuridad las repetía en un susurro que parecía aumentar amenazadoramente con el primer silbido de un viento creciente. "¡Ah, el horror! ¡El horror!"
"Su última palabra… para vivir con ella", insistía. "¿No comprende usted que yo lo amaba…? ¡Lo amaba!"
Me recompuse y hablé lentamente.
"La última palabra que pronunció fue su nombre" (El corazón de las tinieblas)
El diálogo entre Marlowe –el narrador de la historia– y la esposa de Kurtz –el enigmático personaje que magistralmente compusiera Marlon Brando en la versión cinematográfica realizada por Francis Ford Coppola– cierra El corazón de las tinieblas, esa novela única en la que Joseph Conrad penetra en las profundidades tenebrosas del colonialismo europeo. Interpelado por la desconsolada mujer, Marlowe se mueve entre la verdad y la mentira o, tal vez, encuentra la única manera de narrarle el fondo de una empresa civilizatoria atravesada por la peor de las barbaries. Esas últimas palabras pronunciadas por aquel oscuro y mítico encargado de la última de las estaciones de la compañía colonial belga de extracción de marfil, en lo más lejano del río Congo en África, "¡Ah el horror, el horror!", no son opuestas al nombre de su esposa, como si en esa supuesta confusión o piedad de Marlowe se escondiese la dialéctica de una civilización capaz de descargar la más atroz de las violencias sobre los pueblos colonizados. En esa respuesta equívoca, en ese giro consolador del narrador, se esconde el sentido profundo de la frase escrita por Walter Benjamin: "Todo acto de cultura es, al mismo tiempo, un documento de la barbarie".
Hoy. La conquista de derechos de los pueblos originarios.
Conrad, su literatura, siempre intentó moverse en los bordes brumosos y terribles de esa dialéctica que forjó la historia de los últimos siglos y que está en el núcleo más decisivo de los horrores que hoy, ya empezado el siglo XXI, nos devuelve Europa en su rechazo a acoger a los miles y miles de desesperados que buscan, desde las más diversas geografías periféricas, penetrar en lo que consideran la tierra de su salvación.
El nombre de la civilización, siguiendo la respuesta de Marlowe, parece dejarnos sin palabras allí donde "el horror" no produce más que el silencio ominoso. Pero también al mutar el sentido y ofrecerle a la esposa el consuelo de imaginar que Kurtz pronunció su nombre no hace otra cosa que permitirle vivir pensando en la ficción del amor o, trasladando esto a la conciencia europea, vivir invisibilizando lo que significó la despiadada empresa colonialista desplegada a sangre y fuego pero amparada por el nombre de la civilización y limpiando, de esa manera, su responsabilidad.
El editorial de La Nación es pre-conradiano, es una mezcla de naïf colonizador y de cinismo propios de quienes, todavía, se creen los heraldos de la civilización. Pero también expresa la empatía que siente el editorialista ante el giro restauracionista y reaccionario que es promovido desde el gobierno de Mauricio Macri, un giro que le permite reivindicar sin medias tintas ni mea culpas la violencia homicida ejercida sobre los pueblos originarios en nombre del "progreso y la civilización". Una nueva y viscosa habilitación que llevó al Presidente, cuando estaba en Tucumán con el rey de España, a decirle, sin siquiera sonrojarse, que "los patriotas de 1816 sintieron angustia cuando tuvieron que declarar la independencia". El escriba del diario del liberal-conservadurismo no siente ninguna angustia cuando, a contramano de lo que hoy es aceptado universalmente, vuelve a reivindicar que ellos, los dueños de las tierras y del capital, los impulsores de la campaña del desierto de ayer y de hoy, siguen siendo los heraldos de la civilización contra la barbarie que hoy lleva el nombre de "populismo", la nueva bestia negra sobre la que ejercer la violencia simbólica y, si fuera necesario, también la material.
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