HUGO PRESMAN
sábado 20 de agosto de 2016
Publicado en Página/12 el 18-08-2016
Han dicho que mantuve oculto el archivo personal de Perón que, hasta que saquearon su casa en España, estaba allí. Eso hubiera sido quizás épico, pero en realidad solo tuve el privilegio de participar en su rescate pues, durante décadas, estuvo escondido en la Fuerza Aérea. Lo custodiamos, lo ordenamos y luego lo entregamos donde nos fue mandado. Desde entonces, no tuve lectura teórica previa ni posterior que pueda hacerle frente a la idea tan acabada de lo que fue la proscripción pero también la resistencia, que me dio el contacto con ese archivo. Había allí muchas cosas, algunas estrictamente privadas, cartas de figuras políticas, muy interesantes, un diccionario para escribir en clave de unas 60 páginas que nos obligó a releer lo que hasta su aparición parecía peronismo lisérgico, miles de cartas devotas del pueblo de a uno, en grupos, hablándole a Perón, ofrendándole el relato de las resistencias cotidianas, extrañándolo, escritas como se escribe cuando se pretende dejar claro que al otro se lo respeta, pero sobretodo, se lo quiere. Había además muchas cintas de geloso de dibujitos y western. Sí, también había cosas de López Rega y otros personajes que ¿quién no preferiría que no hubieran existido? En estos días recordé una, de unas costureras de Carcarañá, un pueblo santafesino, que se refería a la violencia de la proscripción de un modo que hasta entonces yo no había comprendido. Entendía claro el acto burocrático, el dispositivo de prohibición, había oído historias como aquellas que dicen que en estas tierras los loros aprendieron a silbar bajito la marcha peronista, incluso los relatos de mucamas llorando a escondidas mientras las patronas festejaban. Pero, con esa carta caí del todo, vi en letra viva, de puño, la pesadumbre cotidiana de la prohibición, soportada en el cuerpo de unas mujeres trabajadoras. También pensé en la epopeya de llegar desde los rincones más interiores del país, sin internet y dependiendo de dar con algunos de los pocos privilegiados que podían encarar con éxito la peregrinación hasta aquella mítica puerta de Madrid (o Puerta de Hierro, una de las dos). En estos días iba por la bicisenda que, cuando hay rutina, asegura el encuentro con los mismos de siempre, como si fuéramos vecinos de una larga cuadra. Entre ellos, hay un señor que va siempre engorradísimo.
Frente a tanto hipster, resalta por sus largos 70, sobrio pantalón de grafa y broches de colgar ropa en la botamanga. Así iba mi abuelo a la metalúrgica, entonces cada vez que nos cruzamos, lo miro con la misma intensidad con que lo extraño a él. Esta mañana quedamos al lado, parados en el semáforo. Vi que llevaba un llavero colgado con el escudo peronista y una Evita. –Gran llavero, dije casi asfixiada de timidez. Me tiró una V casi tan ancha como su sonrisa, y dijo:
– Nos quieren hacer sentir vergüenza otra vez. No lo llevaba hasta diciembre.
Yo, ni contestar pude, ya lagrimeaba y él, cuadrazo seguramente, arrancó el pedaleo con un:
– Chau, Viva el Compañero Ongaro! El pueblo, no solo su familia y compañeros sindicales lo recuerdan, pensé.
Sigo sin entender por qué el apasionamiento irrita hasta el ansia de silencio y la vocación de exterminio. Pero lo que entendí entonces con aquellas costureras y reafirmé con el Sr. en bicicleta a la par mío, es que al odio, la negación en nombre de una supuesta pureza que nadie puede ostentar y que a ningún otro sector se exige, resulta dignificante responder con afirmación y orgullo ¡Qué lindo es ser peronista!
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