lunes 31 de octubre de 2016
OPINIÓN
De Néstor a mañana
Por Eduardo Aliverti
Los seis años de la muerte de Néstor Kirchner motivaron una serie de homenajes, recordatorios y notas periodísticas que, en líneas generales, rescataron su figura con carácter nostalgioso.
No es que eso esté mal ni mucho menos. Al contrario. ¿Cómo no sentir añoranza por quien significó una anomalía histórica basada en haber interpretado como nadie cuál podía ser la salida del 2001, en tanto lo tradujo en acciones específicas a favor de las grandes mayorías y a contramano completa de los rumbos tradicionales? Pero lo que hoy urge a la Argentina no es la nostalgia. Es la reconstrucción de un proyecto popular que obliga, o debería, a volver a Kirchner desde aquello a lo que se animó. Parece un lugar común y de hecho lo es, pero igual vale porque son, somos, demasiados los que no podemos evitar detenernos más en lo que se perdió, en cómo pudo ser, en los laboratorios de lo que podía haberse evitado, en el darse cuenta a último momento de que no servía hablarse a sí mismos y a la vez mostrarse modositos para competirles a los conservadores… que en los fondos y formas de la recuperación. Hoy, casi todo semeja a que la bolsa de gatos peronista no está, como tal, en condiciones de ofrecer una propuesta sólida, atractiva, susceptible de enfrentarse con éxito a la derecha. En la subjetividad masiva, el machaque con la herencia recibida tendría prevalencia sobre un sufrimiento y preocupación populares que, por si hiciera falta aclararlo, son producto de este Gobierno y no del anterior ni, mucho menos, de los doce años de gestión kirchnerista. No es ninguna herencia la que produce un endeudamiento dolarizado inédito en el mundo en apenas once meses. No lo es que la comunidad científica haya vuelto a salir a la calle para impedir que la manden a lavar los platos, según la inolvidable frase de Domingo Cavallo en el menemato troncalmente redivivo. No lo es que Macri avale el tarifazo en la luz sin esperar al resultado de la audiencia pública, porque sólo importa que el sector privado tenga ganancias extraordinarias con prescindencia de cuáles son sus costos e inversiones. No lo es que se hayan destruido cerca de 150 mil empleos, de acuerdo con cifras oficiales que ni siquiera revelan el impacto del ajuste en la economía informal. No lo es una prepotencia de las policías que se sienten habilitadas a patotear cuanto tenga semblanza de negrito merodeador, ni el impulso a militarizar lo que se denomina el control de la inseguridad urbana. No lo es la pulverización de los planes educativos, sanitarios, culturales, que a más de los trabajadores que dejaron en la calle o en la angustia explican la concepción exclusivista que el Gobierno tiene de las funciones del Estado. No es lo es que un órgano de las Naciones Unidas – al que Argentina está adherida por tratados internacionales – deba exigir la liberación de una presa política como Milagro Sala, tras uno de los enjuagues de poder feudal y manipulación judicial más bochornosos que se recuerden.
Tampoco son herencia recibida los gestos y medidas que, hacia futuro de plazo mediano y hasta corto, también pretenden la vuelta a intenciones y concreciones pensadas como archivo neoliberal sin posibilidades de retorno. La "denuncia" de la AFIP contra clubes de fútbol, a través de un show mediático en el que puso la cara su plana mayor, no esconde sino que visibiliza el objetivo macrista de avanzar hacia la conversión de las entidades en sociedades anónimas. Es una obviedad que hay detrás el control y usufructo de los fondos multimillonarios generados por el fútbol, bajo la excusa de limpiar la corruptela de sus dirigentes. El copete de la nota central al respecto en Página/12 del viernes, firmada por Gustavo Veiga, es difícil de mejorar como síntesis: "El Presidente se entromete en el fútbol como si todavía tuviera su despacho en la Bombonera. A fines de los 90 no tuvo suerte con su propuesta de introducir las sociedades anónimas en el manejo de los clubes. Ahora, avanza contra un régimen contributivo que avaló en su momento". Se recalca que, además del fútbol, los sectores denunciados por el titular de la AFIP involucran en primer término a los juegos de azar. Pero resulta que en ambos se desempeña el actual presidente de Boca. Daniel Angelici es uno de los operadores clave de Macri en el andamiaje del aparato judicial y de los servicios de inteligencia que tributan a la vereda enfrentada con la doctora Carrió, que tiene los propios para continuar militando en el denuncismo gurka del grupo gubernamental Cardenal Newman. Todo un chiche que deja los entretejidos del kirchnerismo a la altura de bastante menos que un poroto. La gilada, mientras tanto y como designa otro lugar común, avalaría que en nombre de las prioridades sociales, en un gobierno de derechas, se liquide el Fútbol para Todos desde el primer día de 2017. La nota bien remata con la ironía del dirigente de un importante club del Ascenso, que el firmante del artículo ubica lejos de estar entre los comprometidos por el súbito moralismo fiscal: "Pensé que en la denuncia de evasión millonaria (de los clubes) iban a tratar el caso de Deportivo Maldonado de Uruguay y el rol de Gustavo Arribas, director (actual) de la Agencia Federal de Inteligencia". Arribas, jefe de los espías de Macri, tiene como todo antecedente en el rubro haber sido intermediario en pases de jugadores. Son datos públicos al alcance de cualquiera que desee hurgar mínimamente en la fortaleza de la cruzada ética del macrismo. Empero, parecería comprobable que, en circunstancias como las actuales y recientes, de incertidumbre política, desconfianza generalizada o ánimo de volver a probar con lo viejísimo que se presenta novedoso, puede contar más lo que se construye ser que lo que se es.
En el cierre de su estupendo libro Néstor, el tipo que supo, Mario Wainfeld repara en el retroceso de los movimientos populares y progresistas de nuestro Sur; en la derecha que gana posiciones; en la etapa difícil y oscura que destaca entre sus muchas secuelas nocivas la de vivirlas como un presente eterno. "La oscuridad obsesiona y, por ahí, paraliza. Sin embargo, nada es históricamente inmutable. Muchos creímos que lo serían la dictadura, el neoliberalismo, la crisis de principios de siglo, el 'cierre histórico' con las leyes de impunidad. Hemos compartido una mirada retrospectiva de esos momentos de desazón, que supusimos interminables. Kirchner demolió varias de esas murallas. Ninguna derrota ni ningún escenario adverso se prolongan indefinidamente" (por cierto, agrega el autor de esta columna, tampoco ninguna victoria ni escenario favorable). Y cita, Wainfeld, un párrafo de Max Weber que, como también dice, vale para líderes, militantes y gente del común. "Es completamente cierto, y así lo prueba la Historia, que en este mundo no se consigue nunca lo posible si no se intenta lo imposible una y otra vez. Pero para ser capaz de hacer esto no sólo hay que ser un caudillo, sino también un héroe en el sentido más sencillo de la palabra (…) Aquellos que no son ni lo uno ni lo otro han de armarse, desde ahora, de esa fortaleza de ánimo que permite soportar la destrucción de todas las esperanzas, si no quieren resultar incapaces de realizar, incluso, lo que hoy es posible. Sólo quien está seguro de no quebrarse cuando, desde su punto de vista, el mundo se muestra demasiado estúpido o demasiado abyecto para lo que él le ofrece; sólo quien frente a todo esto es capaz de responder con un 'sin embargo'; sólo un hombre de esta hechura tiene 'vocación' para la política".
Poco antes de esa cita final, el colega invita a reflexionar que Kirchner jamás creyó haber llegado a la cima y que la imagen de (salir del) Infierno para transitar el Purgatorio trasunta bien su aspiración: había que acceder a un estadio intermedio. "Siempre le faltaba algo o mucho: reservas, empleos creados, crecimiento, apoyos populares. Para ser reformista, en su momento, había que apostar a cara o ceca, o doble contra sencillo: tal era la hondura del pozo. Poco atractivo, torpe con el cuerpo, atolondrado en el habla, se hizo querer porque satisfizo necesidades y cambió el escenario. Aró con bueyes viejos, como canta Silvio Rodríguez. Por esas causas cambió la historia; fue jefe de una fuerza que creó; emblema y paladín para tantos compatriotas. Por eso se quieren borrar su recuerdo y el de sus realizaciones". Y por eso hay tanta gente que busca no permitirlo. Tanta gente que tiene el diagnóstico pero no la receta, porque además no encuentra a los dirigentes que la elaboren, y que en consecuencia se percibe en eso de vivir este presente macrista como una secuela nociva y eterna. Lo seguro es que la fórmula no pasa por hacerla con híbridos opo-oficialistas. Para fotocopias de la derecha ya hay de sobra con los originales y se sabe cómo termina.
No es poética. Es política pura. Es lo que Kirchner tenía claro, con todas sus contradicciones que nunca fueron las principales.
OPINIÓN
La estafa y la esperanza
Por Mempo Giardinelli
Ahora, cuando todo parece estar mal y muchos se desalientan ante el ensañamiento, la venganza y la perversidad de tantas decisiones de este gobierno estafador, es cuando más hace falta ser autocríticos, reflexivos y propositivos.
Cierto que cuesta muchísimo superar la bazofia comunicacional que ataca al pueblo argentino a toda hora, como es arduo enfrentar con ideas y argumentos el platal publicitario que los protege y bastardea el lenguaje.
Pero bueno, es lo que hay y nosotros tenemos lo que tenemos. Y con ésas nuestras armas, que son la Constitución, la paz, el trabajo y la decencia, el desafío ha de consistir en mejorar el camino ya iniciado hacia la recuperación de la esperanza, enderezando lo torcido y llamando a las cosas por su nombre.
Porque todo esto no va a durar. Hay que saberlo y predicarlo, y no se afirma aquí como cuestión de fe sino como inevitable resultado natural y lógico de tanto desatino, de tan pésimo gobierno y de tanto resentimiento de clase (ahora de los ricos).
Y no va a durar – tenemos que saberlo – porque no hay manera de aguantar tanta noche, para decirlo con el poeta italiano Giuseppe Ungaretti. Es imposible soportar tanta mentira, tanto robo sofisticado, tanta pobreza y miseria crecientes, y tanta entrega – una vez más – de nuestro patrimonio. De modo que si por votos llegaron, por votos los correremos.
Hay pueblos que se doblegaron, cierto, pero no tenían ni tienen la historia de lucha que tenemos nosotros. El peronismo no ha muerto ni ahí, el kirchnerismo tampoco y el largo repertorio de derechos sociales sigue siendo la bandera. Y no están muertos el radicalismo de Yrigoyen ni la estirpe socialista de Alfredo Palacios. Y todavía hay gente sensata en la izquierda argentina.
Pero es cierto también que se cometieron muchos errores. Y hay que reconocerlos aunque a muchos no les guste la autocrítica, y es inútil explicarles que si tanto les cuesta es por eso mismo: porque deberían hacerla. Sobre todo algunos que tuvieron responsabilidades. Y ni se diga los que se aprovecharon o burocratizaron, o los que creyeron que ser gobierno era para siempre, o una joda militante. Vamos, que hubo muchísima inmadurez en los doce estupendos años que vivieron las grandes mayorías argentinas, necio es negarlo.
Hay que recuperar aquello, pero con laburo bien orientado antes que con voluntarismo. No de otro modo plasmaremos la recuperación de la dignidad y la equidad social, o sea la soberanía en todos los sentidos.
Por eso hoy las grandes mayorías, los laburantes, la gente decente que votó y acompañó, tienen derecho a protestar y a estar expectantes. Incluso los que votaron a estos tipos de buena fe, ilusionados con cambios y transparencias. Como muchos docentes, y muchos científicos, y muchos deportistas, y muchos pequeños empresarios y muchísimos trabajadores. A los cuales no tiene sentido acusarlos hoy de nada, ni preguntarles irónicamente qué opinan. Se están jodiendo igual que nosotros, y también los preocupa el futuro. Basta entonces con ayudarlos a que se den cuenta. Lo cual es difícil sobre todo si pertenecen a esa siempre difusa y vaga categoría social llamada clase media. Categoría de buena gente, sí, pero que siempre parece empeñada en cumplir con el viejo apotegma que dice que "las clases medias cuando están mal votan bien, y cuando están bien votan mal".
El presente argentino exige paciencia y firmeza. Serenidad y principios. Decencia y coraje. Autocrítica y propuestas novedosas y profundas. O sea lo diferente de lo que hay en el aire polucionado de las grandes ciudades. Porque sólo lo diferente sacará a nuestro país del pozo. Solamente lo inesperado y lo intransigente resulta esperanzador en la medianía después de la estafa.
Bueno será, por lo tanto, que los que se alistan para las batallas electorales que vienen, si son sinceros en sus propósitos, se dispongan a no ceder ni un milímetro en materia de voto electrónico y otras mugres. Y bueno será que sepan, desde ya, lo que muchos/as argentinos ya sabemos: que los seguiremos apoyando por todo lo bueno que hicieron, pero con memoria de las macanas, torpezas y corruptelas que les sirvieron en bandeja a estos bandidos.
Que todo debe ser dicho, y dicho claro, porque si no se entenderá todo mal. Que sepan que no hay cheque en blanco, y que en el futuro seremos mucho más exigentes. Radicales en el mejor sentido de la palabra para una nueva educación cívica como la que no se tuvo en los últimos 25 años, por lo menos.
No de otro modo se reconstruye una nación. Libre, Justa y Soberana, claro que sí, pero no tonta y engreída, ni distraída y autocomplaciente.
Nunca más lo que le pasó a muchos kirchneristas, sinceros y de los otros, que creyeron que se podía gobernar con lameculos, de los que hubo tantos que a algunos se los ve todavía rodeando a la ex presidenta. Que también hay que decirlo. Y es que no caben silencios cuando nos va en ello la próxima victoria sobre el macrismo y la derecha neoliberal y protofascista que hoy gobierna.
La reconstrucción debe encontrar a los kirchneristas decentes junto a los trabajadores, los radicales de Yrigoyen, los socialistas de Palacios. Como decimos en El Manifiesto Argentino: la voluntad sincera de cambio nace de la voluntad de modificar la realidad, los sueños y los imaginarios en beneficio de las mayorías. El cambio en la vida en sociedad siempre debe orientarse hacia el mejoramiento de la calidad de vida. El cambio implica la adopción de medidas que modifican rumbos y hay que ser serios, y muy responsables, para convencer a la sociedad de que esos cambios son posibles. Y es claro que lo son. Necesarios y urgentes pero sobre todo posibles. Porque sí, se puede. No nos dejemos robar también esas palabras que son nuestras. Es el primer paso hacia la victoria.
Una pregunta de Faulkner para la América de Trump
Por Ariel Dorfman *
¿Merece sobrevivir este país?
Esa fue la pregunta que lanzó públicamente William Faulkner en 1955 cuando supo que Emmett Till, un joven negro de catorce aòos de edad, había sido mutilado y muerto en un pueblito de Mississippi por la osadía de silbarle a una mujer blanca – un acto de linchamiento que constituyó un hito fundamental en la creación del movimiento por los derechos civiles en los Estados Unidos -.
Esa pregunta no era la que yo esperaba plantearme en este peregrinaje literario que mi mujer y yo hemos emprendido a Oxford, Mississippi, donde Faulkner vivió la mayoría de su vida y donde escribió las obras maestras torrenciales que lo convirtieron en el novelista norteamericano más influyente del siglo veinte. Habíamos estado planificando un viaje como éste hace muchos aòos, viéndolo como una ocasión para meditar sobre la existencia y la ficción de un autor que me había desafiado, desde mi adolescencia chilena, a romper con todas las convenciones narrativas, arriesgarlo todo como la única manera de representar la múltiple fluidez del tiempo y la conciencia y la aflicción, instándome a que tratara de expresar lo que significa "estar vivo y saberlo a fondo" en mi Sur chileno aún más remoto y perdido que el desdichado Sur de Faulkner. Y, sin embargo, esa pregunta acerca de la supervivencia de los Estados Unidos es la que me ronda al visitar el sepulcro donde descansa, hace cincuenta y cuatro aòos, el cuerpo del gran escritor, se me asoma cuando caminamos las calles que él caminó, es una pregunta que no puedo evitar al recorrer Rowan Oak, la vieja mansión que fue para él su más permanente hogar.
Puesto que, si el autor de El Sonido y la Furia estuviese vivo hoy, cuando su patria encara la elección más decisiva de nuestra época turbulenta, donde un demagogo demencial aspira, insólitamente, a ocupar la Casa Blanca, no cabe duda de que, ante "un momento incomprensible de terror", volvería a proponer esa dolorosa pregunta a los seguidores de Trump, retándoles a rechazar una política de odio. Faulkner lo haría, creo yo, recordando a los personajes de sus propias novelas que, poseídos por un exceso de rabia y frustración, terminan auto-destruyéndose a sí mismos y a la tierra que aman, incapaces de superar el pasado oscuro y salvaje que han heredado.
Habría mucho, por cierto, en los Estados Unidos de hoy que Faulkner no reconocería. Aunque escribió sobre el dilema de los afro-americanos con notable inteligencia emocional, describiendo cómo los descendientes de esclavos sobrellevaron, "con orgullo inflexible y severo", la carga impuesta por un sistema injusto y corrosivo, este hijo del Sur de los Estados Unidos, sospechoso de los cambios drásticos, predicaba la paciencia y el gradualismo para vencer las barreras del racismo. Un hombre que no alcanzó a escuchar el discurso de Martin Luther King en Washington y al que le hubiera parecido inverosímil que alguien nacido del mestizaje pudiera ser Presidente, tendría poco que enseñarle a esta América tan multicultural y atiborrada de nuevos inmigrantes. Igualmente difícil para Faulkner hubiera sido entender a las mujeres del siglo XXI, cuya emancipación y auto-suficiencia feministas jamás anticipó.
Otros, menos envidiables, aspectos contemporáneos de los Estados Unidos le serían, sin embargo, tristemente familiares a Faulkner.
Hubiera sentido espanto – aunque no extrañeza – frente a la peligrosa figura de Donald Trump. En su vasto y devastador universo ficticio, Faulkner ya había creado una encarnación sureña de Trump, si bien en una escala menor: Flem Snopes, un depredador voraz e inescrupuloso con "ojos del color de agua estancada", que sube al poder mediante mentiras e intimidación, burlando y raposeando a los ingenuos que creen ser más astutos que él. Flem y su clan representaban para Faulkner aquellos conciudadanos suyos que "lo único que saben y lo único en que creen es el dinero, importándoles un carajo cómo se consigue". Si una caterva como la de los Snopes llegase a proliferar y tomar las riendas del gobierno el resultado sería, según Faulkner, catastrófico. Las últimas encuestas indican que, semejante apocalipsis electoral, salvo una sorpresa estilo Brexit, es cada vez más improbable, pero el mero hecho de que un ser tan patológico y amoral sea siquiera un candidato viable hubiera llenado al autor de Absalón, Absalón de asco y pavor.
Los adeptos de Trump suscitarían hoy una reacción muy diferente de parte de Faulkner. Aunque era, para su época, políticamente liberal y progresista, trazó con cariño y humor las vidas de aquellos que hoy constituyen – pido excusas por tal generalización, siempre reductiva – el núcleo central de los partidarios de Trump: cazadores y patriotas que temen una conspiración para quitarles sus armas de fuego; hombres escasamente informados que se aferran a una virilidad amenazada y tradiciones atávicas; habitantes de comunidades rurales o económicamente deprimidas que se sienten sobrepasados por la marea incontenible de la modernidad, indefensos ante una globalización que no pueden controlar. Faulkner condenó siempre los prejuicios raciales y la paranoia de estos desconcertados coterráneos suyos, pero nunca fue condescendiente con ellos, acordándoles siempre aquello que deseaban con fervor tanto ayer como hoy: el respeto hacia su plena dignidad humana. Faulkner hubiera comprendido las raíces de la desafección de esa gente a la que le tenía tanto apego, la desazón irracional de muchos norteamericanos de raza blanca ante el asedio a su identidad y privilegios.
Es lo que hace hoy tan valiosa la voz de Faulkner.
La simpatía que manifestó este novelista insigne y sofisticado por los pobladores menos educados, religiosamente conservadores, de su imaginario condado de Yoknapatawpha, el hecho de que prefería la compañía de esa ralea popular y menospreciada a las tertulias y el elitismo abstracto de intelectuales exquisitos, lo hace el emisario ideal para abordar a los sostenedores de Trump con un mensaje en contra de la intolerancia y el miedo, un mensaje desde más allá de la muerte que no contiene ni un mínimo dejo de paternalismo o desdén.
Al contemplar el diminuto y frágil escritorio del estudio de Faulkner en Rowan Oak donde compuso el discurso que pronunció para la graduación de su hija Jill en el colegio local, oigo el eco de esas palabras tan pertinentes para su país actual. Urgió a esos compaòeros de clase de su hija a transformarse en "hombres y mujeres que nunca han de rendirse ante el engaño, el temor o el soborno." Les dijo, y lo reitera empecinadamente a sus compatriotas en el 2016, que "tenemos no solamente el derecho, sino que el deber de elegir entre el coraje y la cobardía," exigiéndoles a "nunca tener miedo de alzar la voz en pro de la honestidad y la verdad y la compasión, y contra la injusticia y la mentira y la avaricia."
¿Caerá Estados Unidos en el abismo y el desconsuelo?
¿Se encuentra hoy este país marchando fatalmente a un destino trágico, como tantos personajes implacables de Faulkner, o sus ciudadanos tendrán la sabiduría para probar en forma contundente y avasalladora que, en efecto, su país merece sobrevivir?
* El último libro de Ariel Dorfman es Allegro, una novela narrada por Mozart. Vive con su esposa en Estados Unidos y en Chile.
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